DE POCO UN TODO

Enrique / García-Máiquez

Si yo fuera rico

HOY es un día de intensas ilusiones. Eso, estando como estamos, ya es un premio gordo. Levantarnos y mirarnos en el espejo de nuestras ilusiones resulta, además, una técnica impagable de autoconocimiento. ¿Qué haría usted si fuese rico, o sea, si se viera libre de las apreturas que impone la imperiosa necesidad de ganarse el pan? Contestando esa pregunta, se ve qué es lo que de verdad nos apasiona. Quien se encuentra milagrosamente millonario tiene una oportunidad de oro, nunca mejor dicho, para contrastar los quilates de su corazón. Hay un cuento de El conde Lucanor basado en esto. En él, al final, todo era un sueño producido por un encantamiento… igual que durante la mañana de hoy: un sueño, encantador y útil. Aprovechémoslo.

Si yo fuera rico, no cambiaría muchas cosas de mi vida, lo que quiere decir, me digo sorprendido, que no estoy mal. Trabajaría muchísimo en lo mío: leería bastante más, escribiría un poco más (pero no mejor, ay, que es lo que importa) y pensaría algo más tranquilo en las musarañas. Esta postura moderadamente conservadora es, por lo que uno observa en la tele una vez que el premio ha tocado, casi universal. Todos los años los premiados aseguran, dando saltos, que taparán agujeros y que seguirán con su vida con menos sobresaltos.

Hoy es un día de patriotismo pacífico. No sólo porque España sueñe al unísono al soniquete de la voz de los niños de San Ildefonso. También porque nos han vendido que somos un país de envidiosos, y la lotería es la negación rotunda del tópico. El dinero que hemos amontonado en décimos se lo llevarán unos cuantos, y nosotros veremos satisfechos y sonrientes su celebración, casi igual de alegres, recordando lo de la salud y el amor.

Esa resignación dichosa que recorre el país cuando los premios van cayendo en puntos lejanos es un sentimiento noble. Se piensa que otros lo necesitarán más que uno, y será verdad en muchos casos. Qué bonito ver pasar una fortuna por la puerta con pose de hidalgo del siglo XVI, diciendo: "Vaya con Dios".

La pedrea es un nombre precioso, aunque me traiga a la memoria los impuestos. Porque los impuestos podrían ser vistos o deberían como una lotería nacional que siempre toca al que más lo necesita, repartida por criterios de solidaridad, no al albur del azar. Podrían, pero no. Vemos los impuestos como una pedrada, en parte porque son obligatorios, pero en parte también porque los criterios de su uso no son transparentes y los que parten, pactan y repactan, entre tantos gastos inútiles e idiotas, se llevan la mejor tajada. Mucho más felices nos hace la pedrea, aunque nunca nos toque ni eso.

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