Cuando su mundo ya se derrumbaba inexorablemente, Rafael García Serrano quiso dejar claro cuál era su opinión sobre la UE. "¡Europa, esa vieja puta!", escribió con furia el navarro en una de esas columnas que tenían la sonoridad de los toques de corneta. No queremos ni pensar lo que el autor de Diccionario para un macuto, todo corazón y pólvora, hubiese publicado de conocer las ya famosas declaraciones del presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, quien ha acusado a los países del sur de gastarse el dinero en "alcohol y mujeres" para después mendigar en los atrios de las sosas iglesias del norte. Probablemente, García Serrano hubiese preferido la expresión "vino y mozas", porque lo de "alcohol" suena a literatura anglosajona, como decir "colina" en vez de "cerro" o "vegetales" en lugar de "verduras". Lo de Dijsselbloem, al fin y al cabo, no deja de ser uno más de esos choques dialécticos periódicos entre la Europa del Norte -protestante, puritana y ceñuda-, y la del Sur -católica, posibilista y risueña-, una reproducción a escala internacional de los habituales reproches entre las autonomías hispanas septentrionales y meridionales. Si España ha sido capaz de resistir estas peleas de vecindario durante cinco siglos, ¿de qué no será capaz la UE, mucho más limpia, eficaz y rica? Hay motivos para la esperanza.

Recientemente, leíamos una entrevista en la que Jon Juaristi -una de las posibles reencarnaciones de Unamuno, pero con más sentido del humor- peroraba: "Europa y los europeos siguen siendo un poco cazurros y dados a la murga identitaria. La verdad es que tenemos identidades nacionales pesadísimas". Algunos, como los catalanes o los holandeses, exhiben además una cierta tendencia a ponerse faltones, a inflar demasiado el pecho, cuando hablan "del sur", ese territorio en el que toda aventura y depravación es posible. En la fantasía galopante de nuestros vecinos del norte, los meridionales hemos dejado de ser bandoleros, inquisidores o golfas para convertirnos en adictos a la mamandurria, a la subvención, a los ERE fantasma y a la cocaína pagada por el Rey.

Sí, Europa sigue siendo un conglomerado de tribus e iglesias, pero también el lugar en cuyos parques aún se intuyen, fugaces, las sombras de Cervantes, Diderot o Vivaldi. El mejor sitio para vivir, pese a todo; una idea por la que merece la pena batirse, aunque sólo sea a primera sangre y con cierto donaire, con personajes como el eurócrata e insigne bocazas Jeroen Dijsselbloem.

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