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Un periplo griego (sin yogur)

¿Se podría viajar este verano a Grecia? ¿Podríamos evitar el tópico de la Grecia azul y blanca de sus islas? Proponemos aquí un periplo no sabemos si muy griego o nada griego. 

Al pensar en un posible viaje de verano a Grecia, el muy respetable turista del montón suele acudir, mayormente, a la aguamarina mental del mar Egeo y las islas Cícladas. Las de Santorini, Folegandros o Mykonos son con mucho las islas más avasalladas por el turismo de cruceros y la flota de los llamados hidrofoils.

El inevitable escritor Lawrence Durrell dijo que en las islas griegas "las salidas y las puestas de sol dejan a los poetas sin trabajo". Y Nikos Kazantzakis, oriundo de Creta, bendecía al hombre que alguna vez en su vida había podido surcar las aguas azulísimas del Egeo. "En ningún otro lugar -escribió- se pasa tan serenamente del sueño a la realidad". Tal vez los hidrofoils han convertido ya el sueño líquido en pesadilla.

A nosotros, empeñados en la busca absurda de cierto prurito, preferiríamos surcar las islas griegas por otros motivos más escabrosos. Uno recalaría en la propia isla de Folegandros, pero con la mente orientada un tiempo atrás, en los años siniestros, en plena dictadura de los coroneles (1967-1974), cuando la hoy muy turística Folegandros no era más que una isla-prisión para confinamiento de comunistas. La ruta de los confinados nos llevaría también a otras islas carcelarias de las Cícladas, como Makronisos o Gyaros, y seguiríamos luego por mar hacia Icaria o Leros, pero ya en el archipiélago del Dodecaneso (en esta última isla penó el poeta y comunista irredento Yannis Ritsos).

De seguir con esto de elegir otra isla en las Cícladas (Grecia reúne un archipiélago con más de 2.000 islas e islotes), escogeríamos al azar, pese al turismo voraz, la isla cenicienta de Amorgos, de la que el propio Durrell dijo que, si bien bella y transida, de quedarse allí uno atrapado por un día se marchitaría de tedio cual "geranio sin riego". En Amorgos se alza el increíble monasterio de Hozoviotissa, enclavado como está como una carcasa de cal blanca entre roquedales, según lo dejara indicado el profeta Elías. Amorgos puede que nos resulte muy coqueta, pero la seducción del aburrimiento, que es una de las bellas artes, ha de ser sin duda su principal reclamo.

De igual modo, si también nos seduce la árida isla de Delos es por su tentadora llamada: se halla deshabitada. La socorrida mitología cuenta que Poseidón, dios del mar, trinchó este trozo de tierra inculta y lo extrajo del fondo marino con su tridente. Más tarde Zeus la fijó con cadenas para que en la isla pudiera vivir Leto, a quien dejó en cinta y con quien nadie quería trato por temor a la celosa Hera. De Leto nacerían, al cobijo de una palmera, Apolo y Artemisa. La aspereza de esta isla vacía y su vida sin vida podrían seducir hoy al turista misántropo, huido incluso hasta de sí mismo. Y todo pese a que la inhóspita Delos había sido antaño puerto franco de los romanos, tenía 30.000 habitantes y cuenta Estrabón que se vendían 2.000 esclavos en un solo día.

En verano muchos ansiamos el septentrión, el frescor del norte. Pero somos del sur en todo tiempo y lugar. De modo que el salto a la Grecia continental (no todo son islarios) nos llevaría ahora por el sur a ciertos enclaves en los que la propia Grecia deja de ser Grecia como tópica postal. A través del Peloponeso, uno habrá de viajar al sur del sur en busca de la región de Mani y el mítico cabo Matapan. Antes, va dejando atrás el temblor de la Grecia clásica (Epidauro), la del periodo micénico (Micenas), la de la cuna bravía de Leónidas y sus 300 (Esparta), la de la huella veneciana hasta la llegada del Turco (Nauplia).

El viaje en busca de soledades afines nos conduciría luego a Mistra. Nuestro embriagante eco en la nada ha de resonar, cual tañido, por entre los recodos de esta ruina enclavada sobre un peñascal: Mistra. Fue antaño esencia de la Grecia bizantina medieval y heredera de las cruzadas de la cristiandad en pos de Jerusalén. Recuerda el admirado Steve Runciman que aquí, en Mistra, en la segunda parte del Fausto de Goethe se da el encuentro entre Fausto y Elena de Troya: el mundo clásico se funde con el medieval. De este cruce surge el Renacimiento. Hasta la invasión del Turco en 1460 (sí, otra vez, siempre el Turco), Mistra relucía en iglesias bizantinas, que son las que hoy quedan medio caedizas y medio en pie. Nuestro visita cuenta con la hospitalaria bendición del olvido.

Desde Mistra se adivina el espinazo del Taigeto, tras el que se halla a su vez, como una desecación suicida, la región casi lunar de Mani. Nadie como Patrick Leigh Fermor ha descrito mejor sobre el ardoroso espíritu de los maniotas, las torres fortificadas que sus clanes elevaban hacia lo alto como signo de altivez.

Ni que decir tiene que ha llegado el momento de nuestra finitud y, con ella, el fin de este impropio viaje por Grecia. Y ni que decir tiene que buscamos el cabo Matapan (o Tenaro), donde la mitología nos cuenta que aquí, al cuidado del infernal perro Cerbero, se halla una de las puertas del inframundo (el Hades). Un faro costero da señas al Mediterráneo. Soñamos que estamos como muertos, que Caronte nos lleva en su barcaza hasta el Hades, y que no despertamos porque no sabemos si hemos vivido. De despertar abruptamente, volviendo a la torpe realidad, caeríamos en la cuenta de que hemos viajo por Grecia y no hemos probado siquiera el yogur griego. Un desliz, ¿no?

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