Afirman los expertos que hoy la información no vale nada, que nadie está dispuesto a pagar por ella. Sí por la opinión, el análisis y otras cosas, pero no por la mera información, inmediata e hija de múltiples voces. Dicha constatación, que está en la raíz de la crisis de la prensa en papel, no afecta de igual modo a los grandes medios y a los llamados periódicos locales. Sería erróneo, pues, anudar el futuro de éstos al de las magnas cabeceras nacionales. La explicación es obvia: frente a la enorme diversidad de canales informativos generales, los diarios locales, en las pequeñas comunidades en las que se insertan, siguen siendo fuentes relevantes de información. Pervive en ellos la verdadera función periodística, con un impacto y un valor cercano a los tradicionales.

No tienen desde luego los mismos recursos económicos ni la misma capacidad de invertir en avances tecnológicos que sus hermanos mayores. Tampoco, casi nunca, el atractivo necesario para retener en sus plantillas talentos nacientes. Pero, si logran conservar una interacción fluida con "su" sociedad, eso les otorga una clara ventaja competitiva, decisiva, incluso, a la hora de captar y fidelizar al lector.

En mi periódico -y utilizo el posesivo con exclusividad y orgullo- yo busco todo aquello que sólo allí puedo encontrar. Sus noticias, demasiado pequeñas para interesarle al resto del mundo, me dan puntual cuenta de lo próximo, de lo que ocurre en el círculo amplio de mi privacidad. No le exijo más: de lo otro, de los deslumbrantes titulares, me surten al segundo redes, radios y televisiones.

Es su aptitud para reflejar lo cotidiano y su disposición para convertirse en elemento dinamizador de mi microuniverso lo que lo hace mío, un compañero insustituible en el discurrir de mis días. Él me dice qué destacó y quién nos dejó, cuál es la gestión que soporta mi ciudad, cómo late el corazón de sus calles.

Quizá por eso me incomode tanto que en sus páginas se insista en el relato de hechos trascendentes pero comunes y viejos y que, en cambio, con torpe frecuencia, falte hueco para la crucial trivialidad de lo nuestro. Supone, además, una inmensa equivocación, una pérdida irreparable que olvida su genuina razón de ser y de subsistir.

Le seré fiel mientras me dé lo que le pido. Mientras no se embriague en grandezas, no traicione su sentido y se aparte de la tentación de jugar a un juego que, para su fortuna, no es en absoluto el suyo.

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