Gastronomía José Carlos Capel: “Lo que nos une a los españoles es la tortilla de patatas y El Corte Inglés”

La superioridad moral desde la que una parte de la sociedad sentencia con rabia a todo ser viviente, a través de las redes, al más mínimo renuncio, ha convertido el oficio del político en una actividad de alto riesgo. Su valoración ha caído tan bajo, que no sólo se le exige dar ejemplo: ya no se perdona la menor tontería que haya sido retratada por un móvil, por mucho que pertenezca al ámbito privado. Una despedida de soltero que se fue de madre; un homenaje en la Feria de tu pueblo; un baile por bulerías con menos arte que Torrente... Como la estampa quede grabada, ya puede encomendarse el político de turno a la inspiración divina, que no tendrá nada que hacer. Todos temen el choteo, y no hay más que darse una vuelta por las ferias de la provincia para comprobar que es más difícil encontrar a un cargo público bailando y comiendo gambas que siguiendo una estricta dieta a base de pimientos y tortillas, por el qué dirán. Tienen tanto miedo al dichoso vídeo que le retrata en el momento más inoportuno, que casi no se atreven a pisarla.

El poder de la imagen gobierna el sentir de la sociedad con excesiva fuerza y a veces se nos escapa lo importante, como si no existiera un término medio entre el despilfarro de antaño y el sentido común. Casi dan igual el talento y la aptitud, que seas un genio o que no hayas impulsado una iniciativa jamás. Si juzgamos desde la rabia a la clase política, condenándola por cualquier tropiezo, muy pronto sólo se podrá recurrir a los seminarios para rellenar las listas de los partidos con candidatos sin una sola mácula en años. Y aún así habría que mirar bien, porque algunas personas entregan su vida a rezar por los demá huyendo de un turbio pasado.

Bajo este escenario, son muchos los políticos que lamentan la cacería a la que se ven sometidos desde el enorme patio de vecinos en que se han convertido las redes. No alcancan a entender cómo se ha llegado a este extremo y convendría reflexionar entre todos para rebajar el tono, pero son los dirigentes los primeros que han de realizar autocrítica. Su primer error es convertir la política en una profesión de por vida, cuando no lo es. El segundo, despellejarse entre ellos. Y el tercero, no mostrar el debido respeto por las mismas leyes que ellos dictan para que los demás las acatemos. Cuando se denuncia un claro abuso de poder por parte de un cargo público, hasta que no lo pillan con las manos en la masa, todos sus compañeros lo defienden sin matices, como si pudieran hacer lo que les plazca impunemente, porque a lo sumo todo se olvidará tras unos días de polémica. Nadie pensaría que todos los políticos son unos aprovechados si, por el contrario, los partidos atajaran la corrupción de raíz. Pero al no actuar conforme se espera de ellos, invitan a pensar que todos son iguales. Se cuentan a puñado los casos de corrupción que han hundido la imagen de la política, por ello es imposible explicar el afán por negar la evidencia. La ciudadanía quiere en las instituciones a los más aptos, a gente honesta y preparada, antes que a los amigos del dirigente de turno. Durante la Transición, los gobernantes eran respetados como seres inmortales que flotaban con su innato don de la palabra. Ahora, la gente se pregunta dónde están su ingenio y su inteligencia para querer elevarse sobre el resto. Cuanto más tarden en recuperar la confianza, menos se valorarán sus logros y más crecerá el griterío para ver si despiertan.

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