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De poco un todo

Enrique García-Máiquez

Una necrológica imposible

CUANDO el martes me enteré de la muerte de José Antonio Muñoz Rojas, a la noticia triste se unió la pena de no tener tiempo de escribir una necrológica para mi columna del miércoles. Lo dejé para hoy: podría -me consolé- pensarlo más. Sin embargo, ahora compruebo cuánta razón tenía Juan Ramón Jiménez: "Lo malo de la muerte no ha de ser más que la primera noche". Tampoco la muerte es eterna y la vida, de otra forma, acaba imponiéndose.

Sería muy raro que siendo Muñoz Rojas un poeta profundamente católico y tratando yo de ser en esto también su discípulo, me olvidara de consignar que lo primero que nos consuela de la muerte es la Vida. Lo ha zanjado Enrique Baltanás en una copla redonda: "José Antonio Muñoz Rojas:/ gloria, sí, la que te deban…/ Pero, sobre todo, Gloria". Y lo mismo, al modo teresiano, la abadesa del Carmen Descalzo de Antequera, donde se celebró el funeral: dispuso que las campanas no doblaran a muerto, sino que tocaran gloria.

Por otro lado, su vida terrenal (que diría Jorge Manrique) fue cumplida. Algunos lamentan que no llegara a cumplir los cien años este 9 de octubre. La madre de Borges también murió a las puertas de su centenario. Cuando alguien se lamentó ante el desolado hijo de que no hubiese alcanzado por los pelos el número redondo, Borges replicó: "Me parece que exagera usted el prestigio de la aritmética". Era la manera borgiana -culta e irónica- de contestar: "¿Y qué más da?"

Y además está la vida de la fama, la que otorgan las obras perdurables. La obra de Muñoz Rojas es breve y buena. Su libro Las cosas del campo entusiasma por igual a los amantes de la literatura y a los de la naturaleza. Su poesía es muy personal, con una gran influencia de la lírica inglesa, que le da soltura y flexibilidad. Sus poemas no pesan, flotan; sus sílabas, silban. Es la poesía más transparente que conozco a la inspiración. El primer verso lo facilitan los dioses, según la inspirada observación de Valéry, y el resto tiene que ponerlo el poeta; pero Muñoz Rojas se limitaba a seguir el vuelo del regalo, y a seguirlo sólo durante los versos en los que aún alentase el aleteo del don. A partir de ahí, ya no le interesaban y los dejaba ir como una cometa que se suelta. Era el signo de una humildad muy grande y de un respeto inmenso por la poesía y por el lector.

Consiguió esa vibración hasta en sus ensayos. Nunca me he emocionado tanto con un trabajo de crítica como con el suyo sobre John Donne, cuando cuenta su descubrimiento de un ejemplar en español, el Josefina del Padre Gracián, con un autógrafo del poeta metafísico inglés.

Son tantos versos y horas de lecturas y unos cuantos encuentros personales tan inolvidables que una columna necrológica es imposible. Lo recuerdo como dicen estos versos, de los que olvidé el autor: "No hay ausencia. / Tengo tanto de ti/ en mi interior/ que estando yo conmigo/ tú estás siempre presente".

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