de poco un todo

Enrique García-Máiquez /

El otro muro

BENEDICTO XVI leerá hoy en la plaza de San Pedro un discurso perfecto sobre Juan Pablo II, así que yo podré escribir ahora con la alegre despreocupación de un jovencito, que era lo que fui siempre para el papa polaco. Mientras que su papel en la caída del muro de la vergüenza y la consiguiente liberación de millones de personas del comunismo resulta insoslayable, se habla menos de su protagonismo en la caída del muro de la suficiencia, quizá porque éste era intangible, aunque asfixiante también. Me refiero a aquellos aires de superioridad intelectual e histórica con que el mundo moderno venía mirando a la Iglesia católica desde hacía dos siglos. Al final había llegado a comernos el terreno y la moral, pues se hablaba demasiado de la necesidad perentoria de una puesta al día, de un aggiornamento.

Aquello Juan Pablo II lo convirtió ipso facto en un ayernamento. Él era más de su siglo que cualquier moderno. Había padecido los horrores de la modernidad (el nazismo y el comunismo), se oponía al capitalismo materialista y arrostraba la amenaza -que acabó sufriendo- del terrorismo. No se podía ser más de este tiempo, por tanto; y era, a la vez y sobre todo, un hombre de fe, con un amor total a María, enamorado de Jesús y de su Iglesia y de sus tradiciones. "No tengáis miedo", sus primeras palabras, dieron la vuelta al mundo porque se percibió de inmediato su importancia. No eran un mensaje vacío de autoayuda, eran justo lo que necesitábamos.

Tenía una formación tan incontestable como su biografía. Poeta, filósofo, políglota, antropólogo, teólogo… Y encima guapo, fotogénico, deportista, divertido y con una voz inolvidable. Nada de eso es necesario, por supuesto, para ser Papa ni para ser cristiano ni para ser santo, pero en la era de la imagen y con una Iglesia un tanto apabullada por las ínfulas de superioridad de la modernidad, fue providencial.

Desconcertó al mundo, que se había hecho a la idea de una Iglesia arrinconada en las sacristías. De pronto, el mundo como enemigo del alma (que lo sigue siendo, junto con el demonio y la carne) se sintió tratado de tú a tú, sin timideces tontas, por alguien que se le reía en la cara. Y simultáneamente, lo que quizá lo descolocó más aún, amado apasionadamente como creación a la que, desde el Génesis, Dios había dado el visto bueno. También la carne tuvo su lectura positiva: la doctrina del Papa sobre el cuerpo, el matrimonio y el sexo resultaba fascinante.

Salió al encuentro de los jóvenes de entonces, mi generación. Tenía prisa por contagiarnos su amor a Cristo, su respeto a la vida, su entusiasmo por el arte y por la literatura, su absoluta falta de complejos… Nos puso en hora con la historia, pero lo hizo adelantando bastante, porque en realidad nos ponía en sintonía con la eternidad, que es lo que importa. Nos aseguró: "Si sois lo que tenéis que ser, seréis la luz del mundo", nada menos.

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