Una de memoria histórica

Ahora que cambiamos el callejero por la memoria histórica, podríamos ponerle una calle a Margarita Melgar

Ambrose Bierce, para ponderar un libro de terror de W. C. Morrow, contó lo que acaeció en San José, pequeña ciudad de California. Sus habitantes vivían aterrorizados por el fantasma de un feroz cuatrero, ajusticiado hacía poco. Se le veía cruzar las calles en alma inmortal, clamando venganza. Una noche particularmente oscura unos amigos, porque no tenían otro remedio, iban apretados y hablando en alto para conjurar el miedo, cuando se encontraron en una esquina como boca de lobo a un conocido, tranquilamente, tomando el fresco. "¿Qué haces, loco?", le gritaron. Él reconoció: "Amigos, me da miedo estar en casa. Tengo el libro de Will Morrow en el bolsillo y no quiero arriesgarme a entrar en ningún sitio donde haya luz suficiente para leer".

Yo vengo a recomendar un libro que, como la reseña de Bierce, conjura unos fantasmas peores con otros, luminosos. Se titula El verano de nunca acabar, y lo ha escrito Margarita Melgar. El verano ese, como se sabe, es el del 36 y su consiguiente guerra civil, que no terminan de terminar. La novela va de las dos Españas, que estallaron allí y que siguen aquí, personificadas en una familia más o menos podemita, de la izquierda caviar, claro, y una familia de rancio abolengo y, por tanto, carca. Por complejas razones argumentales, se entrecruzan, y saltan las chispas de una desternillante historia, a medio camino entre P. G. Wodehouse y Enrique Jardiel Poncela.

Que alguien sea capaz de reírse a mandíbula batiente (y no combatiente) de nuestros seculares bandos es una gran noticia. Ahora que estamos cambiando el callejero por la memoria histórica, podríamos ponerle una calle a Margarita Melgar. Por redimir el pasado, tan hosco; porque al frentismo 2.0 también le viene muy bien una pasada por el humor; y, sobre todo, porque la autora consigue lo más difícil: reírse sin perder la sonrisa, con una gran misericordia por todos los personajes. Leopoldo Marichal hablaba de un "humorismo angélico", que es la sonrisa que los ángeles esbozan ante las locuras de los hombres. Esta novela pertenece a esa estirpe alada.

Como aquel aterrorizado lector californiano, si usted quiere refugiarse de la memoria histórica o del maniqueísmo patrio, puede hacerlo recurriendo a Margarita Melgar, que es, por cierto, todo un fantasma y, encima, bicéfalo, pues es el pseudónimo de Ana Sanz-Magallón y Montse Ganges. El verano de nunca acabar es mano de santo.

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