Hablemos de España, no de los nacionalismos, que es de lo que se habla cuando se invoca el nombre del país. Euskadi ha dejado de ser un problema, ETA dejó de matar y los vascos se dieron cuenta de que viven en la Dinamarca del Cantábrico, pero con chatos de vino y pimientos rellenos de bacalao. Cataluña bulle encajonada en esa plaza cuya única calle de salida es la de vuelta. Volverán distintos, con otros partidos, por el camino del pacto y del gradualismo. La negociación de la financiación autonómica, que es la de la educación, la sanidad y los servicios sociales, es como una manta que cubre a 16 tipos: si uno quiere taparse los pies que se le han quedado al descubierto, el hombro de otro quedará desnudo. El vasco duerme aparte, bajo un mullido edredón. No hay inicio de negociación si la Administración central no se despoja de más fondos. No significa eso que el Estado central sea más débil, sino más fibroso, que borre las fronteras invisibles entre comunidades, que los médicos, profesores y funcionarios puedan ir de una a otra. Lo que han llamado la España subsidiada es una milonga: los andaluces realizan el mayor esfuerzo fiscal del país, y aun así la sanidad pública tiene las costuras reventadas. El gasto por habitante es de 1.000 euros menos que en el País Vasco. Hemos construido una España a golpe de nacionalismo.

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