Columna de humo

José Manuel / Benítez Ariza

El lobo

AL margen del relato de la actualidad, casi siempre enrevesado y contradictorio, lo que de verdad queda de ella son las imágenes. Dentro de unos meses tendremos que hacer un esfuerzo para reconstruir el relato de la huelga de camioneros que sufrimos la semana pasada; sus razones se confundirán con las de otros conflictos, y de todo ello no nos quedará más que la vaga impresión de que, como en cualquier otro, lo que hayan podido ganar unos, en forma de subvenciones o ayudas, lo habremos perdido todos los demás en forma de impuestos. Nada nuevo bajo el sol.

Pero, en el terreno de lo anecdótico al menos, lo que no olvidaremos tan fácilmente, ni confundiremos con otros asuntos, será la extraña impresión causada por la visión de los supermercados desabastecidos. Una impresión, todo hay que decirlo, que casi nos rejuvenece, por retrotraernos a los años setenta, los de la crisis del petróleo, cuando bastaba el rumor de que tal o cual producto básico, como el azúcar o el aceite, iba a subir de precio, para que la gente hiciera acopio del mismo y dejara momentáneamente desabastecidas las tiendas. En algunas, recuerdo, llegaban a colgar carteles que prohibían comprar más de una unidad del artículo en cuestión, en un intento de conjurar otro de los pertinaces fantasmas de la miseria: el del acaparamiento. Y los mayores, que recordaban el hambre padecida en otros tiempos, aprovechaban la ocasión para ventilar sus propios temores en forma de profecías más o menos apocalípticas.

Ninguna se cumplió, y más bien tuvieron el mismo efecto que las llamadas de auxilio del pastor mentiroso: aprendimos a no tomarnos en serio la amenaza del lobo. Y lo curioso de lo ocurrido esta última semana es que, a pesar de que el lobo sigue sin asomar la oreja, hemos descubierto que esos temores no estaban del todo olvidados: quienes no acudimos al supermercado a principios de semana a llenar el carro, en previsión de un conflicto largo, nos llevamos la sorpresa, a mediados de la misma, de ver que ya no quedaba nada que llevarse, y que los culpables del desabastecimiento no habían sido los desorganizados y divididos transportistas, atrapados en su propio laberinto, sino los ciudadanos que frívolamente, casi por novelería, y a despecho del sentido común, habían hecho acopio de todos los alimentos perecederos que habían podido encontrar.

La crisis, ya digo, no ha durado más que unos días y no ha tenido consecuencias serias. Pero ha dejado unas cuantas preguntas en el aire. ¿Qué pasaría si alguna vez faltaran de verdad los alimentos básicos? ¿Qué seríamos capaces de hacer si sólo hubiera comida para los más rápidos, los más astutos, los más fuertes? ¿Qué olvidado gen de la miseria ha sido reactivado por este conflicto? Con los supermercados otra vez repletos, casi resulta de mal gusto intentar contestarlas.

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