de poco un todo

Enrique / García-Máiquez

Es la ley, señores

AHORA cuando el partido ha pasado, ya se podrá hablar, supongo, de la pitada al himno en la final de la Copa del Rey, sin que suponga mezclar la política con el deporte. Por no hablar, tampoco lo haré de política. Sólo de la ley.

Lo esencialmente grave de la pitada no es la falta de educación ni la falta de respeto ni la falta de coherencia por disputar la Copa de España ni la falta de mesura. No es la falta de nada, sino el delito de tantos. Bien claro lo dice el capítulo VI del Código Penal, llamado "De los ultrajes a España", que dispone en su artículo 543 "Las ofensas o ultrajes de palabra, por escrito o de hecho a España, a sus Comunidades Autónomas o a sus símbolos o emblemas, efectuados con publicidad, se castigarán con la pena de multa de siete a doce meses". No hay que haber estudiado Derecho para darse cuenta de que los actos de la final de la Copa entran de lleno en el tipo delictivo, efectuados con tanta publicidad, además, que los vimos televisados millones de españoles.

Y yo aún diría más: lo grave no es tanto el delito como su completa impunidad. Aquí hay infinidad de cargos públicos obligados a guardar y hacer guardar la ley: políticos, jueces, fiscales, policías, guardias civiles…; pero todo el mundo mira hacia otro lado, tal el príncipe, durante la pitada. O se ponen a hablar, y es aún peor, del sólo-es-deporte, de la libertad de expresión y de pitos y flautas. "No es eso -entran ganas de gritarles-. Es la ley, estúpidos". Pero, como a uno sí que lo pueden procesar por cualquier cosa, se refrena y sugiere: "Es la ley, caballeros".

Porque ahí está lo feo. ¿Por qué a mí, si aparco un rato en un sitio dudoso, me cascan una multa y, sin embargo, al que se pasa el art. 543 del Código Penal por el forro no le pasa nada (nada más que el Código Penal, que vaya si le pasa por el forro)? Hay una cadena de transmisión directa entre la democracia y el respeto riguroso a las leyes, pues estas se aprueban en la sede de la soberanía nacional y han de ser cumplidas por todos, que deberíamos ser iguales, i-g-u-a-l-e-s, ante la ley. Al sistema lo socavan tanto las leyes injustas (que haberlas, ay, haylas) como la injusticia de estas aplicaciones o no, según. Los privilegios, o sea, las leyes privadas o privativas de un grupo o clase o las excepciones particulares tendría que ser en teoría reliquias pre-democráticas. El humilde ciudadano solo al que leyes penales, fiscales, administrativas y mercantiles cercan por todos los lados puede preguntarse en un momento de desesperación por qué a él sí y a un estadio hasta los topes ni hablar.

Como esa pregunta deslegitima el sistema, mejor sería que, si no se piensa aplicar una ley, se la derogue de inmediato. Los privilegios y las exenciones eran para la aristocracia de otros tiempos. Aunque bien pensado -o pensando mal- la aristocracia de estos tiempos son las masas, las intocables.

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