La tribuna

Emilio Gónzalez Ferrin

El juez y el historiador

TODOS tenemos derecho a una sana tutela judicial. Al menos, es algo que se da tan por sabido que amaneceríamos con los pies fríos si se descubriesen incumplimientos generalizados. La arbitrariedad judicial es, probablemente, uno de los primeros rasgos de esos Estados duros que se piensan fuertes. De los mil y un despotismos sureños que fueron y siguen siendo para descrédito de las épocas. Del mismo modo, deberíamos tener derecho a una sana tutela histórica; algo que por otra parte también se suele dar por sabido. A cada descubrimiento de impostura histórica -porque, al cabo, todo se desvela- nos sentimos un poco más huérfanos de lo que ya se siente cada generación arrojada al tiempo. Porque es injusto que el que sepa, calle. Sabiendo que su silencio engangrena. De ahí que el juez y el historiador se sientan de algún modo vecinos; porque a ambos debe moverles la verdad.

Pero esa cercanía entre el juez y el historiador empieza y termina en la búsqueda de la verdad: de ahí partirá el juez en pos de la justicia, en tanto el historiador no puede entrar en anacrónicas sentencias. De lo contrario, se produce cuanto el italiano Carlo Ginsburg ya denunciase: el intrusismo laboral de jueces e historiadores. Ocurre aquí como en aquella escena del puesto de castañas frente a la puerta de una sucursal bancaria. Las castañas se venden a la gente que entra y sale del banco. Un día, el cuñado del castañero le pide dinero y éste le responde: no puedo, y no es nada personal. Es que el director del banco y yo hemos llegado a un acuerdo; ni él vende castañas, ni yo presto dinero.

Efectivamente, jueces e historiadores andan embrollados por no delimitarse claramente sus respectivos fueros. Ni el historiador debe dedicarse a juzgar el pasado, ni el juez debería permitirse estrambóticos análisis históricos para lo que ni está preparado ni se le paga. Pero vemos que ni lo uno ni lo otro se cumple: por un lado, el complejo barrizal de la memoria histórica está moviendo a los historiadores a exponer juicios sumarios sin contexto, por lo general recompensados en mullidos pesebres políticos. Y por otra parte, nunca los jueces se habían explayado tanto, exhibido tan a menudo, y extendido tan históricamente en sus sumarios. Un ejemplo paradigmático fue aquel magistrado de Barcelona encargado del caso en que un indocumentado imán de Fuengirola publicaba cómo golpear coránicamente a tu mujer. Ante la sorpresa generalizada, el juez pidió un ejemplar del Corán, con la idea de buscar sentenciosa inspiración. ¿Qué extraño juego de interpretación histórica es éste? ¿Me pediría el juez mi libro santo si mato al vecino, argumentando que en mi religión es lo que se pide? Si hay algo que tenemos en España son códigos. De lo único certero de lo que sabe un juez, porque es lo que se le ha pedido en sus pruebas de acceso. Así que abrir la caja de la especificidad del juzgado es peor que hacer lo propio con la caja de Pandora.

En éstas, se cerraba el caso del 11-M, que entre unos y otros van a acabar convirtiendo en otro Affaire Dreyfuss. Ocasionalmente, en las miles de páginas hechas públicas -a las que pueden sumarse las anteriores del sumario instruido-, se citan sin fundamento partidos políticos árabes confundidos con organizaciones terroristas, se parte de una relación entre el 11-M y el 11-S ya rechazada expresamente por los jueces norteamericanos, se insiste hasta la saciedad sospechosa en la exclusividad internacional en la autoría -a pesar de que hubo nueve españoles claramente implicados-, y se parte de un concepto histórico erróneo que sobrepasa a la formación del magistrado: los límites de la identidad islámica.

Entre indudables logros de instrucción y sentencia -propiciado por el éxito policial previo-, las conclusiones públicas del caso cerrado contienen numerosos y erróneos apriorismos a los efectos de una islamología seria, así como desde cualquier análisis no sesgado de la realidad internacional. Esto no es un debate radiofónico, y un juez no puede adentrarse en avisperos tales, debiendo ceñirse a aquello de lo que sabe y con lo que cuenta. Pero la traca final en los resúmenes de los medios es escalofriante: que la autoría intelectual del 11-M corresponde al yihadismo relacionable con la insurgencia iraquí. Por los márgenes, circula cuanto pudiese aportar la SGAE en materia de autoría intelectual, habida cuenta de que el atentado fue un plagio de otro anterior frustrado en Chamartín -ni la menor referencia a este parecido, qué duda cabría-. Y ya ni las diversas prensas comprometidas ni nuestros órganos de estudios estratégicos van a hincarle el diente a dos temas de indudable interés: en primer lugar, por qué es más importante en el cierre de un caso delimitar quién no fue en lugar de ceñirse a sentenciar a quiénes fueron. En segundo lugar, la oportunidad histórica de haber aceptado que eso es terrorismo nacional; que los malos son ya el reflejo de cuanto hay y pasa en nuestras calles y cunetas.

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