DE POCO UN TODO

Enrique / García-Máiquez

El harakiri

EL harakiri o, siendo más exactos, el seppuku es el suicidio ritual, no exento de honor, de los samuráis. El "harakiri de las Cortes Franquistas" fue la aprobación de la Ley para la Reforma Política. La última de las Leyes Fundamentales del Reino inició nuestra aplaudida transición democrática con "una voladura controlada del régimen" bajo el lema: "De la ley a la ley a través de la ley".

La gran política exige sacrificios, aunque nuestros políticos no lo sospechan. Ahora mismo necesitaríamos un harakiri del Estado de las Autonomías. No para salirnos de la democracia, sino para salvarla. Empieza a ser un imperativo económico. España no puede permitirse diecisiete estados con sus consejerías, sus cochazos oficiales y su tó por tó. Para los ciudadanos, el saldo son más impuestos, más desigualdades, más normas y más barreras a la libertad de movimiento y mercado. En honor a los sudores fríos de Solbes por cuadrar el presupuesto, el lema podría ser: "Al seppuku por el sudoku".

Pero la necesidad de hacer algo pronto va mucho más allá de lo económico. Aquí, la crisis es una oportunidad, que será perdida. Los políticos de todos los partidos se resistirán porque se juegan sus emolumentos. Sus argumentos, por el contrario, son cada vez más pobres.

Alaban las virtudes de la descentralización, pero España es una nación pequeña. La descentralización tiene sentido si las distancias son enormes o las diferencias esenciales. Las vías del AVE y las autovías tachan de dos trazos perpendiculares las fronteras. No es casual que la izquierda independentista vasca se la tenga jurada a las vías de comunicación. Son vías de agua en su proyecto estanco.

Añaden los políticos que gracias a las autonomías se contrapesan los gobiernos de distinto signo. En buena teoría democrática, ese equilibrio lo consigue la división de poderes, no su multiplicación. Además, como los partidos siempre conservan alguna comunidad autónoma, se pierde la oportunidad última de regeneración moral que implica estar en la oposición, a la intemperie.

El sistema parlamentario queda como un guirigay yuxtapuesto. Un diputado tiene que representar a su provincia y defenderla, pero parece que eso se reserva para los diputados autonómicos. Entre unos y otros, se solapan y, como son demasiados, se evapora la responsabilidad. Y tocan a muy poco trabajo, lo que genera inflación demagógica. Lo más grave de todo es que la existencia de parlamentos regionales alienta, por su propia naturaleza, la ficción de neo-soberanías. Suena, lo sé, a utopía unitaria, pero un buen harakiri a tiempo, para nuestra democracia, sería esencial.

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