Son tantos los políticos que se han visto obligados a admitir que inflaron sus currículos por la misma jeta -a raíz del caso Cifuentes-, que la sospecha perseguirá a todos ellos y a la Universidad española largo tiempo. Sin más remedio, pagarán justos por pecadores, porque el personal a estas alturas ya desconfia tanto o más de la valía de los licenciados, que de quienes se presentan a las elecciones con una simple etiqueta de Anís del Mono. Hay tantos títulos y tantos doctores, que un grado hoy ni puntúa. A Ignacio Romaní, por muy buena y legal que sea su tesis, no le será sencillo convencer a nadie de que no se aprovechó de su posición para obtener 'cum laude', haga lo que haga. Y no lo tendrá fácil porque consintió una chapuza en toda regla. Lo más asombroso, en su caso, no son sus lagunas cuando intenta explicar el destino de los 42.000 euros que Aguas de Cádiz abonó al director de su tesis cuando él presidía la empresa municipal. Ya sabemos lo frágil que puede llegar a ser la memoria de un cargo público, lo más llamativo son las contradicciones. ¿Se llegó a realizar un informe sobre la responsabilidad social de las empresas públicas de Cádiz? ¿Estuvo respaldado por el grupo de investigación de Ciencias del Trabajo? ¿A quién se pagó? Imposible saberlo, porque los documentos dicen una cosa y los protagonistas otra bien distinta. Y sobre todo, porque a la Universidad no le consta que su equipo participara en la investigación que Aguas de Cádiz subvencionó, ni que organizara las jornadas que se mencionan. El profesor Carlos Guillén, capaz de supervisar una docena de tesis a la vez, insistía cada vez que le enviaba una factura a Romaní en que el trabajo lo realizarían los universitarios bajo su dirección, pero aún no ha quedado claro.

El Ayuntamiento ofrece ayudas a los proyectos más inverosímiles, pero la falta de rigor y criterio, en este caso, no es lo peor. No se entiende qué ganaba Aguas de Cádiz con un estudio sobre la Responsabilidad Social de la Empresa Municipal y con unas jornadas donde ni siquiera se mencionó su mecenazgo con un triste logotipo. Y lo que menos se comprende es ese afán de los políticos por engordar su currículum. La dificultad para comprender todo esto es directamente proporcional a la facilidad con la que Guillén planteó a Romaní, a través de unas pocas líneas, en un folio a su atención encabezado con el membrete de la Universidad, que necesitaba 43.000 euros para realizar el informe. El profesor se lo pidió con la misma tranquilidad con que el portavoz popular aceptó que dirigiera su tesis mientras le subvencionaba un trabajo. Este es origen de las críticas hacia Romaní, que aún hoy sigue sin entender qué tiene de particular.

Todo el mundo puede entender que el portavoz popular apenas tuviese tiempo para fiscalizar las menudencias entre su frenética actividad política, en primera línea del gobierno municipal, y el enorme sacrificio para a la vez diplomarse, doctorarse y licenciarse. Lo incomprensible es que ahora no sepa responer a lo elemental y su falta de autocrítica para al menos demostrar que intentará llegar al fondo de este asunto. Su caso es sólo uno más, como el de Cifuentes o la alcaldesa de Córdoba. Y todos juntos ayudan a poner bajo sospecha a toda la Universidad, al conocimiento y la investigación. En este país tan mal pensado y envidioso, donde los méritos cotizan a la baja porque nadie se los cree de antemano, Romaní no ha de perder un segundo si quiere despejar cualquier incógnita. Es lo mínimo que debe a los contribuyentes y a la Universidad para limpiar su honor y su expediente. De lo contrario, los gaditanos, máxime quienes se pasan años hincando los codos para progresar, tendrán derecho a dudar si hizo todos los deberes para obtener sus títulos.

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