EN el supermercado suelo a ver a una mujer más o menos de mi edad que fue pareja de alguien a quien traté un poco hace unos años. Él era -y sigue siendo- un personaje curioso: poeta que sólo ha escrito en su vida uno o dos poemas que jamás han sido publicados y fotógrafo que sólo fotografía poetas. El caso es que esta pareja se separó hace tiempo. A ella la veo en el supermercado, mientras que a él lo veo fumando en un café, sin consumir nada, viviendo con unas rentas mínimas que le llegan de Dios sabe dónde, igual que vivía -o malvivía- el escritor Ángel Vázquez en Tánger. La mujer también lo está pasando mal para llegar a fin de mes, porque se detiene mucho tiempo frente a los estantes hasta que decide qué va a comprar. En estos últimos tiempos, además, le cuesta cargar con la cesta de la compra, y no es sólo por lo mucho que han subido los precios, sino porque tiene párkinson y cada vez le cuesta más moverse. El otro día, esta mujer llevaba una especie de turbante en la cabeza, hasta que caí en la cuenta de que llevaba una venda manchada de sangre.

Los suplementos dominicales hablan mucho de lo bien que se vive solo, pero los suplementos dominicales están hechos para un público que tiene una edad mental de quince años. Se vive muy bien solo cuando uno es joven y tiene un trabajo que le guste y unos ingresos saneados, pero si no es así, cualquier tipo de convivencia, por aburrida o asfixiante que sea, es mejor que la soledad, con la condición -claro está- de que exista un mínimo de respeto y de afecto entre los dos miembros de la pareja. En su día nunca llegué a averiguar por qué se habían separado la mujer que ahora tiene párkinson y el tipo que se pasa la vida sentado en una terraza de café, aunque es fácil imaginar que ella se cansó de aguantar los delirios y las manías de él, o que él se quitó de en medio cuando supo que su pareja empezaba a necesitar mucha más atención de la que él estaba dispuesto a darle.

Pero también cabe la posibilidad de que ninguno de los dos sepa muy bien por qué se separó, y ahora, cuando ella se pone la venda en la cabeza y él se pasa el día fumando y añorando los tiempos felices de su infancia -¡ah, aquel ordenanza de su padre que corría a comprar bicarbonato!-, los dos se pregunten por qué tuvieron que dejar al otro, ya que han descubierto que tampoco era tan insoportable como un día creyeron. El caso es que la veo a ella pagando con un tembloroso billete de diez euros, y a él fumando sin parar en el café, y me pregunto si no estarían mejor el uno al lado del otro, él prestándole su ayuda a ella (una ayuda, me temo, que valdría mucho más que todos sus poemas no escritos), y ella escuchándolo y comprendiendo sus ideas disparatadas, aunque en el fondo inofensivas. Sí, me lo pregunto. Y por supuesto, no tengo respuesta.

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