José / De Mier / Guerra

Aquellos entierros

Muchos de mis recuerdos infantiles están ligados a la Alameda de Lora. En aquella Plaza, pasábamos muchas horas los niños de mi generación, era rarísimo que algún coche nos importunara si se salía del recinto a las calles colindantes, pues eran poquísimos los que por allí pasaban.

Pero tengo guardado en mi memoria, e incluso algunas veces sueño con ello, cuando pasaba algún coche de caballos con su cajita blanca.

Los entierros, hasta los años sesenta se despedían en la Plaza del Retortillo y por eso casi todos pasaban por la Alameda de Lora.

Por entonces, había una gran mortalidad infantil, las condiciones sanitarias en las que se vivía eran enormemente deficitarias, no existía agua corriente en las casas, en algunas ni saneamiento, lo de cuartos de baño era una utopía y, el control sanitario de los alimentos apenas existía, pues cuando no faltaba el conocimiento faltaban los medios para controlar. La leche y la limpieza fueron el origen de abundantes enfermedades. Cuando empezaban los calores eran muchas las infecciones gastrointestinales que no tenían solución, los más afectados eran los niños. Incluso en los cementerios se construían nichos especiales para estos pequeños. Gracias a la penicilina y al desarrollo de los antibióticos y de las medidas y controles médicos se ha conseguido que la lacra que suponía la mortalidad infantil prácticamente haya desaparecido.

Hasta no hace mucho tiempo, todos los entierros, más bien, los sepelios, que son las ceremonias religiosas católicas que acompañan a estos, suponían una gran manifestación callejera. La Iglesia los distinguía en diferentes clases, de una, dos o tres capas, según los sacerdotes que intervenían, pues en esos casos, llevaban una capa sobre el sobrepelliz y la estola, estos últimos ornamentos sin la capa, eran los que se usaban para el sepelio de algún indigente. El sacerdote iba acompañado por el chantre y los monaguillos. Todo el cortejo iba presidido por el estandarte parroquial, los ciriales y la cruz alta. Detrás del féretro iban los dolientes y cerrando el cortejo los acompañantes.

Cuando se trataba del sepelio de un niño o de una joven soltera, por eso del simbolismo de la pureza, todo era de color blanco: los caballos, el coche, el féretro. Todo blanco a mi me impresionaba, tal vez porque ya entonces me suponía el drama que había detrás y las pocas oportunidades que había tenido aquel pobre pequeño o pequeña.

A su paso por la Alameda las campanas de las monjas doblaban a muerto, pocas situaciones son mas tristes que el doblar de las campanas al paso de una cajita blanca.

Todos llegaban a la Plaza del Retortillo, donde el sacerdote oficiaba el responso, rociaba de agua bendita mediante el hisopo el féretro y se despedía de los dolientes que, puestos en fila recibían el pésame de todos los acompañantes. A este acto se le llamaba "dar la cabezada ". A partir de ahí, el sacerdote y su séquito regresaban a su parroquia, mientras los demás volvían a sus tareas, el coche con el féretro y los dolientes continuaban hasta el cementerio de San Juan Bautista. Resultaba curioso que en todos estos actos tan solo participaran los varones.

La cosa no terminaba ahí ya que después venían los días de luto y, en esto sí que se sentían más obligadas las mujeres que los hombres. Se entendía que había que guardar un "luto entero" o "medio luto", es decir, un año o medio año de negro riguroso en el vestir. Por los padres, hijos, hermanos o esposos, le correspondía el luto entero y en el caso de que fueran abuelos o tíos, medio luto.

Afortunadamente, las resoluciones del Concilio Vaticano II y la evolución de la sociedad han ido acabando con estas tétricas manifestaciones.

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