en la terraza

José Antonio López

El emperador Canícula

LLEGÓ, no podía hacerse esperar más. El fresquito de las primeras semanas del verano, con el poniente presidiendo los días, ha dado paso al imperio del calor: el emperador Canícula, acompañado de su inseparable esposa, la emperatriz Levantera, sacudió esta semana la ciudad volviendo turulato al más cuerdo y asfixiando las entendederas y sus ideas. Ahora parece que ha dado un descanso, pero seguro que Canícula volverá el día menos pensado, incluso con sus legiones aupadas por el viento sur, para hacer imposible la vida durante los días y las noches.

Y así las cosas, con el sofocante emperador Canícula ordenando a diestro y siniestro, tirando más hacia lo diestro y con ideas siniestras, la plebe se declara indignada mientras observa cómo se le van recortando derechos al tiempo que los patricios se alían con el poderoso emperador para cambiar leyes y tradiciones, de manera que en unos años no quede sobre la faz del imperio ni rastro de un tiempo pasado que fue, quizás solo en apariencia, ligeramente más feliz.

El pueblo no entiende que las imposiciones y los recortes apunten siempre a la misma dirección, con el objetivo, metido entre ceja y ceja, de convertir en futuros esclavos a los libres de hoy. Tampoco entiende el pueblo que tenga que ser él quien pague únicamente por los excesos de los amigos periféricos del emperador y por las torpezas en la gestión de quienes manejaron hasta hace poco tiempo los hilos del imperio.

El emperador Canícula y la emperatriz Levantera amenazan con quedarse, con asfixiar a una plebe a la que solo le queda, de momento, una opción: salvarse del agobiante calor saliendo de sus casas y ocupando a sus anchas la calle, el único lugar en el que, a veces, corre viento fresco.

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