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La diversión interminable

Mis hijos no podrán decir que no les dije lo que estaba bien y lo que estaba mal. No hago otra cosa

Mi maestro en columnismo, Francisco Bejarano, escribió hace unos días un artículo melancólico sobre un suceso fatal. Se llamaba La diversión mortal. Analizaba cómo el ansia de divertirse puede llevarnos al desastre. Recordaba una película en la que un muchacho, desbordado por las ganas de su novia de divertirse (con otros), terminaba suspirando: "Nadie nos ha enseñado lo que está bien y lo que está mal".

El melancólico artículo de Bejarano me alegró el día. Mis hijos se divierten de lo lindo, ay, en las cenas, haciéndome rabiar porque les digo que no puede gritarse en la mesa, que no deben levantarse, que hay que comer con la boca cerrada, que no se dan patadas por debajo ni codazos, etc.; y ellos lo hacen todo mal por chincharme, y se mondan con mis ojos desorbitados y mi mandíbula desencajada. Acabo gritando con la boca llena, dando patadas en el suelo, saltando, y con ellos reventados de risa por mi incoherencia inducida. Tienen una diversión que no es fatal, por fortuna, pero que está fatal, me temo. Leer a Bejarano me ha consolado, porque, al menos, mis hijos no podrán decir jamás eso tan desolador de que "Nadie nos ha enseñado lo que está bien y lo que está mal". Yo no hago otra cosa.

Trato de enseñarles también el duodécimo mandamiento, que es "La mala educación no tiene ninguna gracia". El undécimo es, ya saben, "No molestar". Pero se ríen de ambos. La gracia la encuentran, como les excusa mi mujer, en llevarme la contraria. Y por supuesto: ésa es la gracia, porque la gracia funciona al contragolpe. Pero la educación está en llevar la contraria más radical, esto es, a uno mismo, a la tendencia a abrir la boca, ya sea para bostezar, para masticar con más ángulo, para gritar, para cantar en la mesa, para decir una chorrada o para reírse del padre. Cuando uno se propone llevarse la contraria, se ríe muy a gusto -y a gusto de todos- y de uno mismo. Con la ventaja añadida por santo Tomás Moro: "Felices los que saben reírse de sí mismos, porque nunca dejarán de divertirse".

Mi mujer, que, frente a estos conflictos familiares, adopta un exquisito papel de mediadora, muy neutral, me calma: "Y si los niños no aprenden a llevarse la contraria a sí mismos, tampoco te apures. En cuanto salgan por ahí, y vean lo que hay, si siguen llevando siempre la contraria, van a ser como tú, clavaditos". Me asomo a la ventana, y es verdad. Todo está en contra. ¡Qué divertido!

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