La comadre de Bath contaba en Los Cuentos de Canterbury que "las hadas que antaño danzaban detrás de cada matorral" habían huido en bandada por culpa de los sacerdotes: esas criaturas igualmente depredadoras que "deambulaban por los caminos reales en busca de mujeres a las que seducir y hombres a los que engañar". Si tuviera que hacer un esfuerzo por creer en algo, sin duda creería en las hadas. Y no porque sea una moñas sin remedio -que lo soy-, sino porque las hadas, lo feérico, es el corpus que más se adapta a la concepción que el mundo se empeña en darme de sí mismo. Una realidad gobernada por seres caprichosos, vanos, ilógicos y de poderes sobrenaturales. Entiéndase el hada como un ser más allá de los géneros y de naturaleza nada frágil, en la línea de los elfos nórdicos, en quienes cree la mitad de la población islandesa: ¿en qué creer, si no, en esa isla llena de imposibles geográficos? De hecho, ¿en qué creer, si no?

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