Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

A cantar

EL himno de España ha enviudado demasiado pronto de su letra. Antes incluso de la celebración de los esponsales que iba a concelebrar el tenor Plácido Domingo. Quizá porque lo habían emparejado con un manojo de letra muerta, y lo que está muerto no puede revivir por más que algunos se empeñen en avivarlo con el castizo espíritu rojigualda. Sin embargo, ahora que el Comité Olímpico Español ha retirado los versos y los ha inhumado en el panteón de las grandes ideas no consigo alegrarme, qué va, al contrario, me siento triste y amohinado, como al niño al que se le rompe el juguete el día de Reyes y ha de velar los restos en la caja recién desprecintada.

Estaba convencido de que teníamos por delante un dilatado motivo de diversión. Pero qué hemos sabido, por ejemplo, de la vida y obra del autor de los ripios, el señor Paulino, cuya gloria ha pasado tan deprisa como la de aquellas damas de antaño de la balada doliente de Villon. Y, sobre todo, hemos perdido la ocasión de escuchar el himno no ya en la voz del tenor Domingo sino en la de los conspicuos padrinos de semejante disparate coral, toda esa masa dispersa de ultraespañoles que, con la bendición de determinados políticos y medios afines, han dedicado los últimos meses a tararear desolados la música sin letra, a organizar performances en las calles con profusión de banderas, a contabilizar enseñas en los los ayuntamientos, a escarnecer a quienes la arrían y a vigilar las intenciones ocultas de quienes las izan y a patrocinar la exhibición de colgaduras en los balcones particulares.

Como se suele decir, fue hermoso mientras duró pero se queda mucho en el camino. ¡Una pena, vamos! Eso sí, hemos recibido algunas lecciones. Primera, el optimismo inmoderado del presidente del COE, Alejandro Blanco, que interpretó la pitada general como "un recibimiento impresionante", lo que dice mucho de su espíritu deportivo. Y, segunda lección, su convencimiento de que si la letra, en vez de leída, la hubierámos conocido cantada, se habría tolerado con la misma ecuanimidad con que la hemos desaprobado. Es decir, dímelo cantado que es más suave.

Si esta hipótesis es cierta el PP ha perdido otra ocasión para ordenar deleitando: la de mandar componer un tango (o un fado o un bolero) para despedir a Ruiz Gallardón de las listas electorales de Madrid, porque así, en prosa cruda, sin la ayuda de una miserable metáfora ni de una rima, siquiera en consonante, que suavice la aspereza de la decisión, resulta insoportable. Ni siquiera un término como esperanza, tan apto para la lírica, ha mitigado la acritud de la sentencia.

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