La tribuna

Javier De La Puerta González-Quevedo

¿El acontecimiento de la década?

SELECCIONAR el acontecimiento de la primera década de un nuevo siglo no es un ejercicio intelectual banal. Se calibra la universalidad del impacto, así como la proyección a largo plazo del hecho elegido -lo que Hegel llamaba su carácter "histórico-mundial"-. Pero en una década-umbral como la que termina, entraña, además, aventurar la dimensión clave (económica, cultural, tecnológica, medioambiental, política) o el actor determinante (Estado, grupo o movimiento social, ideología) que configurará el siglo entero. Es una prospección del futuro a largo plazo anclada en el pasado inmediato.

A comienzos de la década, el atentado que derribó las torres gemelas en Nueva York, y la reacción de EEUU invadiendo Afganistán e Iraq, parecían confirmar la tesis del choque de civilizaciones. Estábamos abocados a conflictos nacionalistas, étnicos y culturales en las zonas de fricción entre civilizaciones, y especialmente entre Occidente y un Islam radicalizado. Pero hoy, el terrorismo yihadista y los conflictos en el Gran Oriente Medio (desde Israel-Palestina hasta Afganistán-Pakistán, pasando por Irán) no deja de ser una distracción de "orden público global", similar al anarquismo de finales del XIX y principios del XX: ruido y espanto, pero no un factor clave. La dinámica de los conflictos con posible extensión global la aportan las grandes potencias: en particular, la superpotencia en declive (EEUU) y la gran aspirante en el horizonte (China).

A finales de la década, la caída de Lehman Brothers y otros gigantes de Wall Street desató una tormenta que puso de rodillas al sistema financiero global y arrastró a la economía mundial a una Gran Recesión. Ésta aún no ha acabado. Quedan peligros derivados que amenazan una doble caída: la deuda pública desbocada, las nuevas burbujas especulativas, tensiones monetarias y comerciales por los desequilibrios globales, etc. La crisis dejaría, sobre todo, secuelas ideológicas y culturales como para marcar un antes y un después: ¿fin del modelo de capitalismo neoliberal anglosajón? ¿regreso del Estado intervencionista ? ¿cuestionamiento de la primacía de los valores económicos en la sociedad? Lo sorprendente, sin embargo, es lo poco que ha cambiado tras la tormenta. Y la sensación de que la nueva "normalidad" es más precaria que la anterior y deja un sustrato mal disimulado de ansiedad. Pues, en todo caso, el origen y la salida de la crisis no dejan lugar a dudas sobre su efecto geopolítico: debilitamiento de un Occidente que dominaba a su antojo y daba lecciones al resto del mundo, y desplazamiento del poder hacia el Este. ¿Dominará China el siglo XXI?

Nuestra obnubilación con el gigante asiático es comprensible por su impacto económico y estratégico. Pero se exagera su potencial a largo plazo por la ceguera ante la miseria ideológica y ética del régimen (aún nominalmente comunista), y por la escasa atención a la fragilidad del entorno de seguridad en Asia oriental. La primera lleva a sobreestimar la solidez del régimen y la estabilidad de su economía. La segunda minusvalora las dificultades y tensiones para ordenar Asia Oriental alrededor de su hegemonía. La ley de la gravedad del ciclo económico también afectará al milagro chino. Y cuando lo haga, el único aglutinante ideológico para legitimar el régimen es un amenazante nacionalismo de gran potencia.

Lo que nos lleva al único acontecimiento indudablemente planetario, capaz de aglutinar a todas las potencias y regiones del planeta -de hecho, a toda la Humanidad-, con repercusiones más allá de la década, e incluso del siglo: la irrupción del cambio climático en la conciencia de la especie humana y en lo alto de la agenda política global. Sólo esta amenaza común puede subsumir o amortiguar los conflictos entre potencias, e incluso los choques entre civilizaciones. Altera los parámetros del debate ideológico y político, y obligará a cambiar el modelo de crecimiento económico, transformando nuestra base energética y provocando una revolución tecnológica y cultural (en nuestro modo de vivir) de largo alcance.

El cambio más minusvalorado de esta década ha sido la reunificación de Europa (ampliación al Este en 2004 y 2007) y su transformación en actor global (desde la exitosa puesta en marcha del euro hasta la aprobación del Tratado de Lisboa). No sólo se resiste a morir -históricamente hablando-, sino que en diez años ha logrado: a) conferir al continente mas conflictivo de la Historia universal una unidad y un orden democráticos, con paz y prosperidad, desconocidos desde hacía 2.000 años; b) crear un espacio económico único y solidario, culminado en una moneda única, por primera vez desde el Imperio Romano; y c) dar, con el Tratado de Lisboa, pasos modestos para traducir su economía -la mayor del mundo- en influencia global. Una triple proeza con reverberaciones milenarias.

Si tengo que apostar por un acontecimiento-dimensión que trascenderá esta década, no cabe opción: la nueva conciencia de destino planetario propiciada por el cambio climático. Mas si se trata de identificar un actor nuevo en el escenario-mundo capaz de articular una respuesta política a esa conciencia global, me quedo con Europa. Los agoreros de la decadencia llevan décadas enterrándola. Y ahí sigue, lenta y contradictoria, aburrida e irritante, vieja y esclerótica pero sabia, resurgiendo de las cenizas de su Historia.

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