DE POCO UN TODO

Enrique / García-Máiquez

Vociferando un poco

ME sobresaltan unos jarrones rococó de rosas de pitiminí de cemento que coronan pomposos la valla de un chalé. Recuerdo entonces un proyecto mío de novela: los personajes montarían un grupo terrorista dedicado a destrozar adefesios. Se me ocurrió en la penúltima negociación con ETA, al comprobar que aquí la violencia siempre acaba resultando rentable. Pero desistí en cuanto me percaté de que volarlos por los aires es un acto más feo aún que los jarrones, que ya es decir.

Sigo, pues, mi paseo. Me encuentro con una pintada en mayúscula: "No maltrates a tu hijo dándole todo lo que te pida". Estoy conforme con el consejo, naturalmente, pero me resulta chocante el método de propagarlo. "No maltrates a tu hijo dándole mal ejemplo, so guarro", podrían replicar el dueño de la casa o cualquier vecino que prefiera las fachadas limpias y que esos sublimes principios se expongan en Cartas al director.

El buen gusto no se impone a cachiporrazos ni la buena educación a base de pintadas. Nos ahorraríamos muchos esfuerzos nobles, pero inútiles, si reflexionásemos sobre la necesaria adecuación del medio y el mensaje. La música hippie no es la más adecuada, visto lo visto y, sobre todo, ay, oído lo oído, para alabar a Dios. La canción ligera no aguanta los mensajes de peso.

Hablando de peso, he recordado a Chesterton. ¡Cuánto he vociferado contra los que se quedan con su estilo, pero apartan con cara de asco su fe! ¿No ven que es lo mismo? Ahora tendré que vociferar en sentido contrario. Hay quien admira los argumentos del maestro, pero se queja de "la exuberancia fatigosa de su estilo". ¿Cómo? Si Chesterton incurre en largas digresiones, es porque todo le resulta tan maravilloso que no puede dejar de prestarle su atención. Su catolicismo se muestra, por tanto, en su prosa y su prosa lo demuestra como un larguísimo silogismo interminable. Su brillante defensa de cualquier cosa no puede entenderse sin su convencimiento metafísico de que Dios la sostiene en la existencia con particular amor. Ningún argumento chestertoniano tiene la fuerza de convicción de su exuberancia exultante. Si estaba tan gordo era por lo mismo: porque no comer con apetito era un feo al Anfitrión, que llenó el mundo de suculentos manjares.

Chesterton habría defendido los maceteros de cemento sobre las vallas de los chalés con un argumento teológico. Separar una cosa de la otra sería como cortarle las raíces a las rosas de piedra. Yo, que no tengo su talento eufórico y eufónico, me alejo preguntándome qué podría alegar él, qué, para defender los dichosos maceteros. Me convencía seguro, y no me explico cómo.

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