Theresa May anunció el pasado jueves la creación del Ministerio de la Soledad en Reino Unido. Así, en mayúsculas y en la nomenclatura de una cartera del gobierno. Se reconoce a la soledad como un gran problema de nuestro tiempo. Quién lo niega. A primera vista parece una ocurrencia más porque relacionamos la soledad con el alma que sólo es de Dios y no con la administración del Estado.

Si los que gobiernan nos dicen que no fumemos, que no estemos gordos, que hagamos deporte, está claro que lo de estar solos como la una, nos lo deberían prohibir tajantemente. A lo mejor es una manera de echarnos la culpa más que de protegernos. Puede ser que nos quieran juntar en asilos para que gastemos menos. También es probable que Theresa May no haya leído aquellos versos de Lope que todos podríamos recitar con convencimiento alguna vez: "A mis soledades voy, de mis soledades vengo, porque para andar conmigo me bastan los pensamientos". El nuevo Ministerio los debería incluir en su membrete oficial para darle poesía y realismo a tan peculiar cartera.

La vida actual lleva a los niños a no estar con sus padres, a los padres a estar mucho tiempo en el trabajo y, después o antes o entremedias, en el gimnasio. A los viejos, los grandes olvidados de nuestro sistema proteccionista, les aboca a vivir aislados e incluso a que aparezca de tanto en tanto un cadáver en descomposición porque nadie los echa de menos. Murió de soledad y abandono, dirá la autopsia probablemente.

Theresa May alega que uno de cada dos ancianos vive solo. Y que la primera misión va a ser crear un método para medir la soledad. No sabemos si contará con científicos, poetas o sacerdotes. En España tendrían que dotar un fondo para indemnizarles por haber cuidado de sus padres, de sus hijos y de sus nietos, por haber mantenido a flote la economía en momentos de desesperación haciendo malabares con sus exiguas pensiones, por no haber perdido la fe en la humanidad y ser mejores ciudadanos que nosotros; por consentir que sus casas se invadan con la misma facilidad con la que, en horas, se quedan desiertas, sin ruido y sin vida. Porque siempre tienen una moneda para dar en misa, para comprar un huevo de chocolate al nieto o para fingir que no necesitan nada. Porque nunca tienen fiambreras suficientes para dar de lo que cocinan. Yo empezaría por reconocerles unos derechos fundamentales que los protejan como a los los niños. Qué menos.

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