LA campaña electoral ha comenzado y no han cesado las conductas violentas que desde hace más de una semana ensombrecen la vida política española. Comenzó la ofensiva en Galicia, con la líder del PP vasco María San Gil como víctima. Decenas de energúmenos de autoproclamada ideología independentista reventaron su conferencia en la Universidad de Santiago. Luego le pasó a Dolors Nadal, también del PP, y a Rosa Díez, la corajuda candidata de UPD, en Cataluña y Madrid, respectivamente. Ayer fueron dos consejeros de la Comunidad madrileña los insultados y casi agredidos por manifestantes en Parla, adonde acudieron a inaugurar un hospital. Estas actuaciones impresentables no revelan más que la intransigencia y el incivismo de sus protagonistas, incapaces de aceptar la libertad de expresión, movimiento e ideología de los políticos violentados. Corresponden a la rabia de unas minorías nada representativas que no aceptan limitarse a defender sus ideas, si las tienen, respetando las de los otros. Un comportamiento netamente fascista, incompatible con la democracia. La situación no debe pasar de anecdótica, y así será salvo que se produzcan dos circunstancias peligrosas. Una, que los partidos democráticos adopten una actitud partidista en función de la procedencia de las agresiones y de sus víctimas que impida la única posición digna de nuestro sistema: unidad absoluta y firmeza frente a la violencia. Cada agresión a algún candidato debe ser seguida de la condena más rotunda por parte de todos los demás, sin titubeos ni insinuaciones ajenas a la agresión misma, que de alguna manera nos violenta a todos. Dos, que se continúe en el empeño de sembrar crispación y agresividad en la campaña electoral, ya que es en ese caldo de cultivo en el que pueden verse favorecidos, o creérselo, los grupos insignificantes y alborotadores que en lugar de defender sus posiciones siguiendo las reglas del juego democrático, lo hacen a golpes y a insultos.

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