Columna de humo

José Manuel / Benítez Ariza

Tributo

DE la intimidad vulnerada, en general, sólo se habla cuando alguna celebridad denuncia que ha sido fotografiada en circunstancias y actitudes que previamente no habían sido negociadas. La intimidad, en esos casos, es mero valor de cambio, y lo que discuten los tribunales, cuando las denuncias llegan a ellos, es quién es el titular de los beneficios que pueda generar.

Hay otra intimidad, en cambio, cuya vulneración es más sutil, porque viene enmascarada en grandes polémicas políticas o periodísticas, o nos llega como el inevitable efecto de acontecimientos cuya resonancia anula cualquier reparo previo. Para que una cámara de televisión, por ejemplo, entrara en el dormitorio de la adolescente Marta del Castillo, tuvieron que mediar las espantosas circunstancias de su desaparición, primero, y luego del posterior esclarecimiento de su asesinato. Lo verdaderamente conmovedor de la intimidad expuesta no es, como algunos puedan pensar, que se descubran secretos de nadie, sino que quede al descubierto lo que la víctima de esa vulneración comparte con todos nosotros. Lo que estremecía de esas imágenes de la habitación de Marta del Castillo era su semejanza con cualquier otra habitación de adolescente, la presencia en ella de objetos que delataban que quien allí dormía no había roto aún del todo sus vínculos sentimentales y materiales con la infancia. Así son los dormitorios de todas las adolescentes que viven en entornos parecidos al de esa chica. Y si las cámaras de televisión entraban precisamente en éste, es porque algo terrible autorizaba, o volvía insignificante, esa intromisión, en aras de la inevitable necesidad de informar de una tragedia.

También el caso de la italiana Eluana Englaro nos ha hecho pensar en lo indebido o inoportuno de esa mirada ajena cuando se posa en lo que debiera permanecer vedado a toda intrusión: en este caso, la muerte, igual que en el otro era una vida que no debiera haber saltado nunca a la notoriedad sobrevenida que presta la desgracia. "Tápenme la cara", decía el protagonista moribundo de un cuento de Borges, para que no "le curiosearan los visajes de la agonía". Y no otra cosa ha hecho la sociedad italiana en los últimos meses que curiosearle a esta muchacha los visajes de su larga agonía, inútilmente prolongada, mientras políticos, moralistas y clérigos discutían si era procedente o no facilitarle el tránsito.

Hay algo en las vidas comunes a lo que nunca debería tener acceso la mirada pública. Está claro que esa intromisión es inevitable cuando ciertos sucesos desgraciados atraen la atención hacia ellas. Ningún reproche, por tanto, a los intermediarios. Porque no es a ellos, sino al receptor de esas tristes noticias, a quien corresponde el último tributo de respeto debido a sus protagonistas: la conmiseración, que es siempre privada e intransferible.

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