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Tocomocho

Sin lugar a dudas, Robin Hood habría aprobado el tiempo del tocomocho, por justiciero y novelesco

Cada vez que detienen a una banda que se dedicaba al timo del tocomocho, se me parte el corazón. En dos pedazos irreconciliables. Una mitad, con la ley y el orden. Pero la otra, ay, ¡cuánta simpatía por el tocomocho y la estampita!

Las bandas suelen ser clanes familiares. Los San Segundo, que son los number one en esto, llevan tres generaciones dedicándose al oficio. Más de cuarenta años. Como amante de la familia y la tradición, me emociona irremediablemente. Luego, está el espíritu Robin Hood, con alguna leve variación: "Robar a los malos para dar a los buenos". Como mínimo, a los buenos actores y psicólogos, porque, para dar estos timos, hay que poner en escena mucha dramaturgia y dominar los encantamientos.

Pero lo mollar de mi atracción está, como habrá adivinado el perspicaz lector, en lo de robar a los malos. En el tocomocho, un tonto presunto propone a un presunto listo que se aproveche de él y le compre por mucho menos de lo que vale un cupón de los ciegos presuntamente premiado. El timado, como todos los presuntos listos, se abalanza a aprovecharse. El timo tiene, incluso, el toque poético de que sea un "cupón de los ciegos", porque la avaricia y la vanidad ciegan a la víctima (que aspiraba a verdugo). En las estampitas, el supuesto tonto aún se lo hace más: cambia unos pretendidos billetes de gama alta por otros más pequeños; y el presunto listo hace el tonto mucho más. Ambos timos son antiquísimos y están contados hasta la saciedad por el periodismo y el cine (Los Tramposos -1959- y La tonta del bote -1970-).

Dar un golpe aprovechándose de la bondad, de la generosidad o de la inocencia de las víctimas, como aquellos que piden ayuda para curar a un hijo enfermo, resulta imperdonable. Contribuye a crear una sociedad mucho peor. Los castigaría al máximo. En cambio, estos timos que se aprovechan de lo más bajo y rastrero (aprovecharse de un discapacitado, nada menos), tendrían que tener, si no premio, sí una eximente o, al menos, una atenuante. Son purgativos, catárticos, justicieros.

Hasta filosóficos. Nos incitan a reflexionar sobre los tocomochos evidentes que nadie persigue, que hasta se aplauden. El político que incumple sus promesas, ¿no nos ha vendido un billete de lotería falso, en forma de programa electoral? Y el escritor que nos hacen pasar por un genio, ¿no acaba de colarnos unas fotocopias bobas al más puro estilo de las famosas estampitas?

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