La tribuna

César Hornero Méndez

Taguas: cuando la Moral no alcanza

ALEJANDRO Nieto nos viene regalando en los últimos años una interesante reflexión sobre el Derecho y su aplicación. Producto de ello es una serie de libros cuya penúltima entrega es Crítica de la razón jurídica (2007), texto en el que dedica unas esclarecedoras páginas a la relación entre Moral y Derecho. Uno más de tantos, podrá pensarse, de los que se han ocupado (y se ocuparán) de esta eterna cuestión sin solución posible. En esto quizá estribe su aportación: en considerar que se trata de un problema irresoluble, ya que es imposible pensar en un Derecho sin Moral y en una Moral que no aspire a influir en el Derecho o incluso a convertirse en él.

Esa inevitable relación aparece con claridad en el caso Taguas: un problema jurídico, pero al mismo tiempo un conflicto moral. Una doble condición que se detecta a la perfección en la norma que le sale al paso, la Ley 5/2006, de 10 de abril, de regulación de los conflictos de intereses de los miembros del Gobierno y de los Altos Cargos de la Administración General del Estado, una ley de un alto contenido moral.

Sólo a quien ande un poco despistado o superado por la actualidad habrá que recordarle el episodio protagonizado por David Taguas, ex director de la Oficina Económica de la Presidencia del Gobierno, consistente en su fichaje como presidente de SEOPAN, asociación empresarial que reúne a las más importantes constructoras del país. Esta entidad, calificada por muchos directamente como un lobby, sería una asociación empresarial más, si no fuese porque sus asociados desenvuelven su actividad en el sospechoso ámbito de la promoción y la construcción inmobiliarias y de las obras públicas.

Este pasarse al enemigo no ha sido entendido, no ya por quienes previsiblemente podían escandalizarse o aprovecharlo para atacar al Gobierno, sino desde las propias filas socialistas, incluido el presidente del Gobierno, que confesó sentirse "desagradablemente sorprendido" ante la noticia. Este episodio puede contemplarse, con independencia de la valía del señor Taguas, como una adquisición del personaje y su agenda, una variante en el universo de los conseguidores. Del mismo se ha subrayado el hecho de que estuviese protagonizado por un ex alto cargo de un gobierno socialista, como si el escándalo fuese mayor por este dato. En otro tiempo pudo ser así, pero hoy ésta es una apreciación propia de ingenuos. Así hay que considerar a quienes no han percibido aún que "socialista" y "conservador" son meras etiquetas que adornan a partidos, que se califican como tales, pero que resultan perfectamente intercambiables y que comparten el mismo objetivo primordial de alcanzar el poder a toda costa.

Lo que nadie discute es que el caso Taguas tiene trascendencia desde el punto de vista jurídico y también, sobre todo, desde el moral -aunque esto sí habrá quien lo ponga en duda-. En efecto, se desenvuelve en el ámbito del que se ocupa la mencionada Ley de conflictos de intereses, ley, como decíamos, de un innegable contenido moral. Por utilizar una distinción pecesbarbiana, esta ley impone una determinada ética pública cuando la ética privada no alcanza para evitar el problema. Es evidente que la ética de Taguas no le da para solucionar el conflicto que aquí se plantea. Esta ley rechaza, por inmorales, determinados comportamientos relativos al ejercicio de actividades privadas con posterioridad al cese de un cargo público.

Cosa distinta es que una ley como ésta consiga desplegar la eficacia que se le supone y a la que aspira. De contenido básicamente preventivo, pero pensada también como recurso último en el caso de que los sujetos no actúen como deben, la mera lectura de la ley deja a las claras la ineficacia que ahora ha demostrado. Su excesiva confianza en el voluntarismo de los implicados y en la creación de un órgano de control claramente limitado, como es la Oficina de Conflictos de Intereses, anticipaban lo sucedido finalmente: la decisión de este organismo de considerar ajustada a la ley la contratación de Taguas. Un punto y final del caso no entendido por muchos y que ha tenido una ratificación, previsible pero no por ello menos vergonzosa, en la sesión parlamentaria en la que se discutía la moción presentada por ICV lamentando dicho dictamen y a la que como era de esperar se ha opuesto el grupo parlamentario socialista con el apoyo de CiU.

Con este final, desaparecido ya de la actualidad, este caso sólo puede verse como manifestación de esa sorda corrupción pública en la que vivimos, la cual, como denuncia el ultimísimo Nieto (El desgobierno de lo público, 2008), sólo es posible con una sociedad adormecida y un Estado amordazado con las bandas de oro de la complicidad.

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