Columna vertebral

Ana Sofía Pérez / Bustamante

Rosa del desierto

SONRIEN los egipcios coptos, que creen que Cristo fue sólo divino; los árabes, que son la mayoría; y los hermosos nubios, que no quieren mezclarse por no perder su racial y faraónica pureza. Es pobre no el país sino el pueblo de Egipto. Algunos murmuran del presidente Hosni Mubarak, que tiene dos hijos: uno, preside su partido (y lo sucederá a título de pseudorrey), y el otro dicen que roba al país. ¿Cómo? Es empresario. ¿De qué? De todo. Egipto tiene petróleo y gran riqueza en minerales, aparte del turismo. Estados Unidos inyecta mucho dinero, pero a cambio de que apenas produzcan su famoso trigo de grano largo (competidor del que exporta USA). Los egipcios (como los marroquíes) mantienen una relación de amor-odio con los Estados Unidos. Desde la construcción de la presa grande de Asuán no hay crecidas fertilizantes (y hay que abonar los campos), es de prever que la tierra se agote (parece tener ciclos de unos 35 años), avanzan las dunas hacia el Nilo, cambia el ecosistema (apenas crece ya el papiro), pero andan sacando limo del lago Nasser para fertilizar el desierto. Imagínense un Egido gigante. Egipto podría ser el granero de Oriente Medio y aún más. Pero ¿les interesa a las grandes potencias que despegue? En el avión de vuelta uno que trabaja en un banco comenta que estos países siempre se las arreglan para enzarzarse entre sí cuando mejor parecían irles las cosas. Le insinúo si no habrá quien los azuze para que nunca saquen cabeza. Responde que quizá, pero en connivencia con sus propias autoridades. ¿Usan acaso la guerra las élites de esos estados para librarse del exceso de población y reacomodarse en el mapa geoestratético? Me consta que nada une tanto a derechas e izquierdas, creyentes y ateos, como el cinismo omnímodo del poder. Para quienes lo detentan el resto somos piezas desechables o de recambio: no valemos nada. Menos aún en esos países de los que la ONU se acuerda sólo cuando sus conflictos pueden resultar(nos) peligrosos. Qué frágil es la vida, y qué paradójica la admiración humana. Porque lo asombroso puede no ser que desde lo alto de las pirámides nos contemplen miles de años, sino que de pie, a nuestra altura, millones de seres sonrían, nos sonrían.

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