Gastronomía José Carlos Capel: “Lo que nos une a los españoles es la tortilla de patatas y El Corte Inglés”

Su propio afán

Enrique García Máiquez

Pedagogía elemental

DETRÁS de cada gran hombre hay una gran mujer, me recuerda Aurelio Tagua, y antes de que pueda apostillarle que suele haberla también detrás de un hombre mediano, me sorprende con este añadido de su cosecha: "y detrás de cada niño bueno hay una madre mala". Se refiere, metafóricamente, a la doma, en la que es un experto, de los niños pequeños. Coincidimos, pues, en que la educación de los hijos exige forzar la naturaleza. Mantener a raya el instinto paternal (y no digamos ya el maternal) es un básico de la pedagogía clásica, ésa de antes de los pedagogos.

Tengo un enorme interés en la cuestión, porque mi mujer, aunque se preocupa sin descanso de la educación de nuestros hijos, evita ser una madre mala mediante el expediente de la delegación continua. "Diles algo", me dice. Y yo procedo a reñirles. Lo cual ha propiciado una situación curiosa y, a pequeña escala, alarmante. Mi hijo ha reconocido, durante un interrogatorio, que me obedece a mí, y no a los otros, "porque tú, si no, me caneas".

Vaya. Lo que me preocupa no es (todavía) que me quiten la patria potestad, pues es un caneo extremadamente moderado por un intenso instinto paternal, sino el hecho de que mi hijo reconozca la fuerza, pero no la autoridad, que tienen en grado muy superior, como es lógico, su madre y su abuela, esto es, mi suegra, y también sus profesores y, más allá, las normas abstractas de comportamiento y de educación y, finalmente, el sentido común.

Quisiera tener algún conocimiento de pedagogía. No demasiado, para que no interfiera en la buena educación de la prole, pero sí el suficiente para determinar a qué edad se da el paso de la obediencia mecánica a la racional. Estará estudiado. En estadios iniciales de la evolución del niño lo natural será plegarse a la fuerza. Y ésta, poco a poco, irá siendo sustituida por la comprensión, el reconocimiento de la autoridad moral y la interiorización de las normas. Madurar debe de ser eso.

Más allá de mi vívido interés particular, el asunto tiene su dimensión política. ¿No les da la impresión de que los nacionalismos, como niños malcriados y, por tanto, perennemente pequeños, no entienden más ley que el caneo? Pero nadie les canea. Les hablan, oh, de los principios sagrados del respeto a la ley y al orden y les ofrecen contraprestaciones que les distraigan el berrinche. Inútilmente, claro. Detrás de cada pueblo bueno tiene que haber un Estado firme.

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