El Pinsapar

Enrique Montiel

Noticias del Dueso

CUANDO cerraron el bar del Caracas Hilton, Pepe Hierro nos dijo que tenía en su habitación unas botellas. Subimos en el ascensor con el improvisado anfitrión Ángel González, Armas Marcelo y yo. Pepe abrió las puertas que daban a la terraza. Afuera el cielo estaba oscuro y había un caldo de verano húmedo en el aire. Caracas era así, si cae un palo de agua se inunda. Y luego todo es un caldo que nos empapa. Digo cuando el sol reanuda su trabajo. Y de noche. Por eso la exuberancia de los árboles, por eso la demasía de una naturaleza pródiga y feliz. Enseguida buscó los vasos -estaba diciendo- y los hielos, que nos dio. Y fuimos exprimiendo las botellas.

Siempre tuvo razón Juancho Armas al definir al grupo de Ángel González como el grupo del "Confieso que he bebido". Hierro era un campeón en eso. El poeta de Oviedo también. Igual lo fue Carlos Barral y Goytisolo, Valente, nuestro Caballero Bonaldý Pepe Hierro era absolutamente humano, como un niño grande y sabio que ocultaba verdades terribles. Ángel González, que lo quería una enormidad, era muy norteño. Falsamente distante, comedido, discreto. No podía creer que estaba en presencia de dos grandes figuras de la literatura española en una cercanía inusual, ni pensé que se hablara esa madrugada de la guerra civil, de "nuestra" guerra civil, en los términos que aquella noche hablaron aquellos dos perdedores. Fueron víctimas en su sentido más amplio del término. Ángel González era de 1925, Hierro era mayor. Por eso al terminar fue represaliado, condenado y llevado al penal del Dueso, en Santoña, junto al mar. Casi apuradas las botellas, Ángel habló de su familia en el Oviedo terrible de la represión. En donde hubo cárceles y ejecuciones. Con los posteriores años de tristeza y dolor. Oyéndolo, Pepe Hierro contó su noticia del Dueso. Todavía hoy, al recordarla, siento el mismo escalofrío de entonces. Dijo que el frío era terrible, que el viento ululaba en las noches de invierno, que el hambre era atroz. Y que los penados enfermaban y se morían. Primero llegaban unas fiebres altísimas y luego expiraban. Era ver a Pepe Hierro como a punto de llorar, ya bien bebido pero erguido, señor, refiriendo cómo los penados guardaban una cola para tomar el calor de las fiebres de los moribundos, acostándose a sus costados. En la habitación de vasos vacíos, todos tuvimos un nudo en la garganta. Lo he recordado ahora, en medio de la tristeza grandísima que tengo por la muerte de Ángel González, que siempre fue uno de mis poetas predilectos del grupo, uno de los poetas más emocionantes de la literatura española.

Los aprendices de brujos deberían haberlos conocido.

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