De poco un todo

Enrique García-Máiquez

Noche en negro

HE estado en el infierno. Bueno, con una pared por medio, pero muy fina. Santa Teresa decía que la vida es una mala noche en una mala posada. Se quedó corta. Una mala noche (y ni siquiera en una posada, sino en un hotel de tres estrellas) puede ser infernal. La he padecido: en la habitación de al lado había una pareja de mucha actividad, que no se dio tregua, ni me la dio. Montaron lo que se dice un follón, literalmente. Y yo, qué ingenuidad, que pensaba que podría descansar una noche de los desvelos paternos, tan delicados y, sobre todo, tan espaciados. Cómo los añoré.

El ruido era horroroso y no porque, como apuntó Luis Cernuda, sea triste el ruido de los cuerpos cuando se aman, que si se aman, bien pueden acompasarse con la música de las esferas o, como pide Miguel d'Ors: "que nuestro amor no sea/ nota desafinada en el sagrado acorde de la Vida". Lo terrible, lo que no dudo en calificar de infernal, es que esa pareja, en sus recesos, se peleaba con furia. Entre encuentro y encuentro, encontronazo. De vez en cuando, ella amenazaba: "¡Me voy de aquí, esto no lo aguanto más!"; y yo tenía que reprimirme para no animarle: "Eso, vete, vete, por favor, que yo tampoco".

No golpeé la pared, como habría hecho, sin duda, si hubiesen estado con la tele a tope o discutiendo de política. Estaban (como saltaba al oído) en otra cosa. Y como yo arrastro mis arraigados prejuicios burgueses, no me decidí a entrometerme en su intimidad, por mucho que, a esas alturas, aquella intimidad también fuese la de un servidor.

Cuando he contado la experiencia, los amigos me han propuesto que la plasme en un artículo. Me han recordado que el particular es un clásico literario, y que hay un texto de Moratín en el que describe una noche en una posada italiana, que es, me aseguran, desternillante. Pero eso es precisamente lo malo de esta larga noche negra, que fue tristísima.

Lo desesperante (en todos los sentidos de la palabra) era la mezcla de, digamos, amor, con insultos y quién sabe si con alguna otra sustancia ilegal, sobre la que hablaban. Las risas explosivas se sucedían de explosiones de cólera y desprecio sin solución de continuidad, y yo temía que en cualquier instante aquello estallase. Como me tapaba las orejas con la almohada, puede que las palabras de ternura se las dijesen en voz más baja y no las oyese, puede, pero desde el otro lado de la pared se oía prácticamente todo, se lo aseguro, y no aparecieron nunca. Jamás. En toda la noche. Fue desolador.

Al final yo caí rendido. El único. Por la mañana, seguían en sus trece. Hice la maleta velozmente y huí por el largo pasillo perseguido -hasta la mismísima puerta del ascensor- por aquellos sonidos ya tan familiares. Si lo escribo no es sólo por los ánimos de los amigos, sino porque en un momento de la noche pensé que la única diferencia con el infierno es que yo saldría de allí, y podría contarlo.

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