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Rafael Sánchez / Saus

Memoria de las crisis

Me contaban hace años que en los Estados Unidos existen familias dedicadas a la milicia que habían perdido a tres de sus miembros, abuelo, padre e hijo, consecutivamente en la I y II Guerras Mundiales y en Vietnam. Es posible, incluso, que alguna de esas sagas se haya ampliado en Irak o Afganistán con un nuevo mártir a mayor gloria de las barras y estrellas. Si esas experiencias marcan la memoria de un país -recordemos el parecido motivo de Salvar al soldado Ryan-, mucho más puede hacerlo la de los hombres de tres generaciones de la misma familia fundidos en un último abrazo ante sus verdugos, cosa que no fue en absoluto infrecuente en nuestra Guerra Civil.

Mi generación, por fortuna, no ha sido testigo de tales heroísmos o atrocidades, según se miren, y nuestra particular memoria de catástrofes colectivas tiene más que ver, excepción hecha del terrorismo, con la periódica erupción de crisis económicas que han supuesto un agudo contrapunto a la prosperidad general de la que, en mayor o menor medida, todos los españoles nos hemos beneficiado desde hace cincuenta años. Conocidas sólo por los libros o por relatos familiares las miserias de la posguerra o el trauma del Plan de Estabilización de 1959, nos afectó de lleno en los años juveniles la feroz e interminable crisis de finales de los setenta y principios de los ochenta, que obró sobre una sociedad casi sin otra defensa que la que podía proporcionar la propia familia. El paro masivo y el terrible azote de la drogadicción, tan unidos entonces, hicieron verdaderos estragos en aquella juventud, y muchas vidas rotas, hoy apenas recompuestas o arrastradas a un final prematuro, siguen trayéndonos el recuerdo de aquellos años absurdamente mitificados. La expropiación de Rumasa y el fin del modelo empresarial personificado por Ruiz-Mateos fueron, en otro orden de cosas, el símbolo más efectista y contundente de la gravedad del daño. De la gran crisis de 1993, intensa pero más breve que la anterior, recordamos hoy, junto con la habitual escalada del paro y el acostumbrado derrumbe bursátil, sus efectos bancarios, con la caída de aquel ídolo y modelo fugaz que fue Mario Conde y la convulsión moral y las secuelas políticas asociadas a la corrupción de los últimos años del felipismo. A punto estuvo aquella crisis, de no ser por el hoy tan denostado Aznar, de impedirnos el acceso a la Europa del euro.

Toda crisis económica grave implica años de cambios profundos, de dificultades que se extienden a aspectos inicialmente al margen, de adaptaciones y renuncias. Pero, por otro lado, puede ser también ocasión de forja de nuevas energías y soluciones, de redescubrimiento de virtudes olvidadas, de afirmación en las cosas que dan sentido a la vida. La crisis que viene, que ya está aquí, a la mayoría no nos hará más ricos, pero quizá sí más sabios.

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