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Rafael Sánchez / Saus

Mediterráneos peruanos

Hace muy pocas semanas me extrañaba desde esta columna de que se pudiera considerar que los males de la enseñanza pública residen en una débil financiación cuando el gasto medio por alumno alcanza los 5.300 euros en el conjunto de España, reducidos a unos todavía muy considerables 4.200 en la Andalucía imparable. Si eso me servía para lanzar una mirada menos nostálgica que meramente comparativa a las condiciones de la escuela que mi generación vivió, un reciente informe de la ONG Save the Children, del que el Diario se hacía eco, viene a mostrar la realidad en la que se desenvuelve la educación en buena parte del planeta. En ciertos países africanos el gasto se cifra en menos de veinte euros anuales por cada niño, y los expertos de la ONG mencionada se plantean como un gran logro que se pudieran alcanzar los cuarenta en un plazo razonable.

Obviamente, estas comparaciones no debieran servirnos para darnos por contentos en medio de las deficiencias materiales de nuestros centros de enseñanza, pero sí para tomar conciencia de la responsabilidad en que estamos incurriendo con el mal uso de unos recursos ingentes que no nos sirven para alcanzar los objetivos mínimos deseables, y ahí está la joven Aído, más cateta que feminista, para convencer al incrédulo. Que en la enseñanza, como en tantas otras cosas importantes de la vida, no es todo cuestión de dinero es lo que se postula en un ingenuo pero valioso documento que viene circulando por Internet. En él, la universidad limeña de San Martín de Porres se pregunta qué es lo que diferencia a los países de mayor desarrollo social de aquellos que, como el propio Perú, parecen condenados a no salir nunca de la pobreza. Tras descartar que el secreto se encuentre en la existencia de determinismos naturales, raciales o de cualquier otro tipo, para lo que presenta los casos de países tan distintos como Suiza, Japón o Nueva Zelanda, ricos y altamente desarrollados a pesar de tantas circunstancias inicialmente desfavorables, los universitarios peruanos nos participan que la clave está en la actitud de las gentes. Algo que se mide por el cumplimiento de un decálogo que comienza con "lo ético como principio básico" y sigue con "el respeto a las leyes" o "el respeto por el derecho de los demás", para terminar con el aprecio por el orden y la limpieza, la puntualidad, la responsabilidad y el deseo de superación entre otras virtudes cívicas que en España llevan décadas haciendo sonreír a pijorrojos, cínicos y mandamases, valga la redundancia. Que en países ecuatoriales descubran ahora estos mediterráneos elementales de lo que podríamos llamar la civilización burguesa, bien está y ojalá les sea de provecho, lo malo es que en España los hayamos olvidado y sólo se nos ocurra ahora, para suplirlos, ese tardío engendro llamado Educación para la Ciudadanía.

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