La tribuna

eugenia Jiménez Gallego

Máscaras y fracaso escolar

HOY quiero hablar sobre una de las causas que puede explicar las tasas de fracaso escolar en la ESO, especialmente en los primeros cursos. Un factor que no se suele tener en cuenta en los estudios oficiales ni abordan las reformas educativas en España, pero que los alumnos me confirman cada vez que tratamos el tema.

Un año tras otro observo cómo los mecanismos de defensa que utilizan muchos chicos/as de Secundaria consumen la mayor parte de la energía que necesitan para aprender. Los estudiantes de 12 años se asoman a 1º de ESO con muchas expectativas y muchos miedos, pero sobre todo disfrazados de adolescentes después de un verano en que la mayoría se despide de su infancia. Y como tales, su prioridad es ser aceptados por el grupo de iguales, o al menos no ser rechazados. Es cierto que algunos/as llegan con las motivaciones claras y la autoestima muy bien puesta, para seguir su propio camino. Pero otros, más inseguros, en cuanto aterrizan hacen un escaneo rápido de la situación: cómo tengo que comportarme en este hábitat para triunfar o como mínimo para sobrevivir. ¿Ir a la última moda es lo que hace falta para sentirnos mayores y ser mirados con interés? Pues alargaremos nuestros flequillos y acortaremos nuestras faldas todo lo que nuestra inseguridad requiera. "Antes muerta que sencilla" -como decía la canción-. Pero claro, entre tantas miradas mutuas y al espejo no da tiempo a mirar el libro. ¿Adoptar una actitud pasota, no hacer la tarea ni destacar en las notas para no parecer un niñito dócil, un "pringado"? Pues se hace. Y si no consigo que me aprecien, intentaré volverme invisible. ¿Estar de broma todo el tiempo es necesario para caer bien o para desconectar unas horas de los problemas de casa? Seremos los mejores payasos. Preferimos parecer peligrosos que vulnerables, enfadados que tristes. Y mejor pasar por vagos que por torpes. Si creo que no seré capaz de superar las asignaturas ni lo intentaré, porque me juego el suspenso en dignidad, y ése sí que no sé cómo recuperarlo.

Todo esto lo he aprendido escuchando a mis alumnos/as. Especialmente cuando les planteo una actividad sobre las máscaras. Tienen que dibujar en un folio una careta teatral con la expresión que suelen llevar puesta en el centro: la mayoría la de la risa, algunos la de la agresividad, otros la de la indiferencia. Y por detrás describen las emociones reales que ocultan tras esa fachada: las tristezas y los miedos, el resentimiento o la angustia. Cuando ellos toman conciencia de este mecanismo que usaban de forma inconsciente, empiezan a mirar su realidad de otra manera. "Profesora: esta semana me estoy quitando la máscara. En mi barrio la tengo que llevar pero en esta clase me la puedo sacar y me va mejor".

Los adolescentes me han enseñado también que las máscaras son necesarias en algunos contextos, porque primero hay que sobrevivir. Y por su parte han aprendido que quitárselas en el aula les permite ser libres para aprender. Como ellos explican muy bien: "La máscara oculta tus problemas, pero no te ayuda a solucionarlos".

¿Hay algo que podamos hacer los adultos que sí ayude a los jóvenes en esos momentos críticos? Creo sinceramente que sí. De hecho, muchos tutores/as y orientadores/as de Secundaria estamos ya trabajando en esta línea. Utilizamos a principios de curso dinámicas de grupo que a modo de juego tratan estos temas. Actividades para conocerse mejor entre ellos, para reforzar la cohesión del grupo, para aumentar su autoestima, para enseñarles a reconocer y gestionar sus emociones. Sólo cuando creamos en clase un clima de confianza y seguridad pueden volver a mirar a la pizarra.

Y si realmente queremos que esta labor cale en nuestro sistema educativo necesitamos apoyo institucional: cursos de formación para el profesorado, difusión de las buenas prácticas en este ámbito que se realizan en algunos institutos y horarios para que los docentes puedan ser asesorados en esta intervención.

Como padres tenemos también la oportunidad de ayudarles, equipándolos con una mochila de seguridad. Lo hacemos cuando los queremos tal como son y no como nos gustaría que fueran. Cuando sabemos escuchar y no sólo los sermoneamos todo el tiempo. Cuando nos importa tanto cómo se sienten en el centro como las calificaciones. Cuando les damos el empujón que necesitan ante las dificultades, sin evitarles ni resolverles nosotros los retos que les tocan. Cuando, dándoles ejemplo, nos quitamos nuestras caretas y afrontamos la vida a cara descubierta.

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