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Justicia poética sucesoria

Ingvar Kamprad ha dejado a sus hijos un patrimonio como un mueble de Ikea, pero desmontado

Espero que no sea un oscuro sentimiento de envidia el que me dicte estas líneas. Me alegro de que Ingvar Kamprad, el fundador de Ikea, no haya dejado su herencia multimillonaria (54.000 millones de euros) a sus hijos.

Desde luego, no porque no les desee lo mejor. Tampoco porque esté en contra de la herencia, que me parece una de las instituciones más bellas del Derecho y de la sociedad. La propiedad es una garantía básica de la libertad individual y la herencia proyecta en el tiempo esa virtualidad, adornándola además de lealtades, compromisos, emociones y memorias. Lo que el impuesto de Sucesiones tiene de grave no es su afán recaudatorio, sino que asfixia algo tan humano y trascendente.

Con estos postulados, ¿cómo se explica mi celebración de la no herencia de los Kamprad? Pues, paradójicamente, por coherencia. Ikea ha construido su imperio económico apostando por la fugacidad o la caducidad de sus muebles. Nadie dejará a los suyos nada de Ikea. Los muebles de antes entraban en la familia para un buen montón de generaciones y uno se paseaba por su casa haciendo recuerdos de tías y de abuelas. Los muebles eran, además, una herencia al alcance de todas las clases sociales. Pero los de Ikea no aguantan ni una generación ni una mudanza ni apenas un cambio de decoración.

Con la ropa pasa lo mismo. Un buen traje de antes era para toda la vida y para varias: yo he ido vestido con el smoking de mi padre, que todavía está guardado en un armario, esperando a que mi hijo espigue y reciba alguna invitación. Zara inventó la ropa de quita y pon, aunque la otra también se la ponía y se la quitaba uno, pero ustedes me entienden. En ambos casos, las empresas encontraron un filón y les aplaudo el instinto. Conectaron con las ansias de cambio constante de una época revolucionaria sin causa y se acompasaron con el giro constante del consumismo y los espasmos de la moda. Las compras en última tecnología incurren en idéntica obsolescencia programada.

No objeto nada a ese modelo de negocio, y yo he tirado de muebles y complementos de Ikea como todo hijo de vecino. Se los agradezco a Ingvar Kamprad. Pero más aún esta justicia poética desmontable de renunciar a un carácter hereditario que no es el de sus productos. Ha sido más fiel al espíritu de su compañía que a la llamada de la sangre. Además, seguro que no ha dejado a sus hijos a la intemperie (de lo que también me alegro mucho).

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