POCO antes del 11-S, volviendo de una misión como observador electoral en el Estado venezolano de Amazonas, me traje unas armas indias, supuestamente auténticas, como regalo para mis hijos. Gracias a un control tan relajado en el Caribe como en España pude transportarlas en cabina en tres vuelos diferentes, desde Caracas hasta Málaga. Hacer lo mismo en nuestros días supondría probablemente aparecer en las noticias como sospechoso del primer atentado con arco y flecha en la historia de la aviación comercial.

Hoy son mis hijos los que, como los suyos, se montan en un avión con la misma frecuencia con la que nuestros padres cogían un taxi. Tanto usted como yo valoramos por encima de todo su seguridad como viajeros, de manera que, en principio, nada hay que objetar a que se extremen las medidas para evitar un acto terrorista en pleno vuelo. Pero ser consciente de que el riesgo de atentados es real y aceptar las medidas que se toman para conjurarlo no impide exigir igualmente que se reduzcan al mínimo los abusos que, como siempre que nadie controla a los que nos controlan, se podrían producir. Para evitarlos es imprescindible que se cumplan, al menos, tres condiciones.

En primer lugar, la regulación. Cuando las reglas no son claras y transparentes siempre aparece, inevitablemente, la arbitrariedad. Hasta hace muy poco a los sufridos pasajeros europeos se nos aplicaban unas normas de seguridad aeroportuarias que eran… ¡secretas! Conocíamos sólo una parte de los productos que no podíamos transportar y sólo una parte de los protocolos a los que nos podían someter. Y tuvo que ser el Tribunal de Justicia comunitario el que obligara a la UE a hacerlos públicos en su totalidad. El mismo tribunal, hace unos años, anuló por motivos similares el acuerdo que permitía transmitir a las autoridades americanas los datos personales de los pasajeros que volaban de Europa a Estados Unidos. Hace tiempo que podemos reclamar, a veces con éxito, cuando una compañía aérea no respeta nuestros derechos. Pero, ¿cómo reclamar ante los abusos de un control de seguridad si ni siquiera se sabe a ciencia cierta a qué estamos obligados?

En segundo lugar, es imprescindible que las autoridades se aseguren de que las medidas antiterroristas se orientan efectivamente a la finalidad para la que se establecen. ¿Será sólo casualidad que hayan coincidido en el tiempo las nuevas normas de seguridad que limitan nuestro equipaje de mano y la decisión de muchas compañías de cobrar por la facturación de nuestras maletas? Por supuesto que siempre hay beneficios colaterales, y no es de extrañar que los aplausos más entusiastas a las nuevas medidas que se anuncian provengan de las empresas que fabricarán los nuevos escáneres corporales que al parecer se instalarán pronto en nuestros aeropuertos. Tampoco hay que escandalizarse de que estas empresas se guíen más por su beneficio que por nuestra seguridad, pues al fin y al cabo ésa es la lógica de nuestro sistema económico.

Pero hay que ser muy cauteloso con las decisiones que se toman por parte de los poderes públicos, no vaya a ser que en lugar de tomar una medida necesaria para el interés general, con la que después alguien conseguirá legítimamente satisfacer el suyo particular, este último se erija en criterio para decidir la actuación pública. Antes de colocar un nuevo artilugio en cada puerta de embarque alguien debería cerciorarse de que su uso va a ser realmente eficaz y recordar lo ocurrido con los excedentes de las vacunas antigripales adquiridas a la ya muy boyante industria farmacéutica.

Por último, está el test de proporcionalidad, que es algo así como la prueba del nueve que nos permite saber si una limitación legítima de un derecho se ha convertido en realidad en una violación del mismo. La aplicación de este test es muy sencilla: tomamos un derecho, en este caso la intimidad, y una vez acreditado que los límites que se le imponen están suficientemente regulados y la finalidad que se persigue justificada (las dos condiciones contra el abuso a las que ya nos hemos referido) nos preguntamos: ¿hay otro modo de conseguir lo mismo limitando menos la intimidad de los pasajeros? Si la respuesta es afirmativa, la limitación es abusiva. Todo el que haya volado en los últimos años sabe que, en muchas ocasiones, la desproporción es evidente: si quitarse el cinturón y descalzarse antes de coger el primer vuelo puede estar justificado, tener que hacerlo cada vez que se cambia de avión para llegar al destino final puede no estarlo tanto; estaré obligado a mostrar el contenido de mi equipaje de mano al personal de seguridad, pero no parece necesario que lo vean también los que vienen tras de mí en la cola del control. La implantación de los escáneres corporales incrementaría el riesgo de desproporción. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que podamos ver en internet o en alguna revista del género la exclusiva del cuerpo escaneado de algún conocido pasajero?

Mayores controles de seguridad deben traer consigo un mayor control sobre las nuevas medidas que se implanten.

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