LOS tabúes han existido desde que el hombre es hombre porque hay determinado tipo de conductas que son nocivas o inaceptables para una comunidad. Nadie en su sano juicio puede admitir el incesto, o la pederastia, o la mutilación, o el asesinato ritual. Y una sociedad que se considere sana no puede tolerar que alguien haga valer su supuesto derecho a presenciar -por el medio que sea- un asesinato o la ejecución o la tortura de nadie. Hay un límite que no podemos traspasar, si no queremos perder la razón o destruir las normas que nos permiten llevar una convivencia razonable. Y yendo más allá, nadie puede inmiscuirse en el baño o en el dormitorio de otra persona sin su consentimiento previo. Si no sabemos que hay determinados aspectos de nuestra vida que están vedados a los demás, no podemos vivir de forma satisfactoria en una comunidad.

Es cierto que todos somos curiosos y que a todos nos interesa mirar por el ojo de la cerradura. Eso forma parte de la naturaleza humana. Pero una sociedad sana, si quiere seguir siéndolo, debe estipular que hay determinados temas que son tabú. Y así, la muerte o la vida íntima de cada uno de nosotros deben estar protegidas de las intromisiones indeseadas. Los únicos aspectos de la vida de alguien que nos importan son aquéllos que tienen una repercusión política o social. Si un señor que milita en un partido beato y conservador visita una sauna gay, ese asunto no le importa a nadie. En cambio, si ese señor es un político y carga sus visitas privadas a los presupuestos públicos, entonces su caso se convierte en un caso de interés social. Ése es el único límite. Y no hay otro.

Cuando Telma Ortiz, la hermana de la princesa de Asturias, denunció a una serie de medios de comunicación por intromisión en su intimidad, estaba pidiendo algo elemental que nadie podía negarle. A nadie le interesa lo que esa mujer haga en el supermercado o en su casa. A nadie le interesa lo que haga en el Registro Civil. Su condición de "personaje público" no le viene dada por ninguna actividad política o social. Ella sólo es "la hermana de", nada más. En un país sensato, su vida privada estaría a salvo de las cámaras y de los periodistas metomentodos. Pero Telma Ortiz ha perdido su caso y los chiquilicuatres -por llamarlos de una forma educada- de la prensa del corazón se han salido con la suya. O sea que debemos aceptar que ciertos caraduras que trabajan en revistas y en programas de cotilleos -y que por lo general son un hatajo de incultos, clasistas y resentidos sociales, siempre fascinados por el lujo y por los peores vicios imaginables- dictaminen cuál es "el derecho a la información" de un país. Y eso, se mire como se mire, es una desgracia para cualquier sociedad que se considere en su sano juicio.

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