La muerte de Rita Barberá ha evidenciado que este país esté para el psicólogo desde hace un siglo. No participó en las grandes guerras, pero desde que celebró la suya propia mantiene su lucha fratricida sin cuartel hasta nuestros días. Rita murió repudiada por todos como una infectada -los medios tendríamos que ser los primeros en hacérnoslo mirar- pero dice su familia que quien la mató fue la pena de verse abandonada por los suyos, que ahora tanto se afanan en encumbrarla a la vez que se atreven a señalar al mundo mundial como culpables de su triste final. Por su parte, los tejedores del bien común y representantes de la gente normal en la tierra -los dirigentes de Podemos son así de modestos- en su afán por hacer reaparecer triunfante y necesario al político con mayúsculas no guardaron un minuto de silencio por miedo a manchar sus limpias conciencias. Al parecer su catecismo radiante e impoluto establece que quienes sí respetaron el homenaje no entrarán en el reino de los cielos. Ellos son infalibles y por lo visto consideran que el dichoso minuto pretendía consagrar su presunta culpa. En cualquier caso, conste que los únicos que no pueden reprocharles nada son los socialistas y los populares, que llevan años judicializando la vida política sin piedad para enterrar al adversario -y si lo requiere el guión a los suyos- bajo la pena del telediario.

El nuevo escenario político, con un Congreso tan fragmentado que ha forzado el mínimo entendimiento entre PP y PSOE para que arranque la legislatura un año después, tendría que servir de alfombra para poner freno a tanta rabia y a tanta hipocresía. Si se fijan, sólo en política se tiene por costumbre afirmar que un concejal, como tal, es un auténtico trincón, aunque como persona se diga que es un señor, por si alguien se siente ofendido en su honor. De hecho, cuando coinciden en un acto los dirigentes de distintas fuerzas alrededor de un vino suelen charlar animadamente y desde el afecto de los asuntos más mundanos. Pero al tener delante un micrófono se transforman y los mismos oponentes a los que se tiene en consideración pasan a ser los más corruptos del mundo aunque, como en el caso de Rita y tantos otros, aún no hayan sido juzgados.

En la vida real, las personas no son exclusivamente malas o buenas, auténticos canallas o santos de la caridad. Evaluamos a nuestros vecinos por el predominio de unas cualidades sobre las otras y nada es blanco o negro, salvo en los culebrones televisivos. Los políticos en cambio -desde su burbuja- son capaces de calificar a una misma persona como intachable a la vez que la acusan de traidora y corrupta en su condición de concejal o ministro, sin necesidad de que hayan sido imputados, como si se tratara de dos seres distintos. A esto juegan socialistas y populares los últimos años como si fuese posible de verdad que un señor honorable en su ámbito privado se pudiera desdoblar en otro que no lo es cuando se dedica a la función pública. No puede extrañarles, por tanto, que los partidos emergentes vayan a cuchillo cada vez que huelen una posible imputación, tanto como se les llena la boca con la palabra democracia. Descansen en paz Rita, la presunción de inocencia y la cordura.

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