En tránsito

Eduardo Jordá

Grandes esperanzas

Aprimera hora de la mañana, con un uniforme negro, lo veo colocar las sillas y las mesas en la terraza. Hace calor, pero a él no le importa demasiado, o hace como que no le importa. En realidad, en su vida no tienen mucha importancia estas menudencias. Nos conocemos un poco, y mientras carga una silla, me hace un saludo y sonríe. Es una sonrisa de oreja a oreja, como se decía en las malas novelas, pero no es una sonrisa postiza. Es un hombre cordial, mucho más cordial que la mayoría de vecinos. Y ahora que hay poca gente en la calle, se alegra de verme. Y yo también.

No sé cómo se llama, pero algunas veces hemos charlado un poco y conozco una parte de su historia. Sé que nació en algún lugar del Medio Oriente. Y sé que acaba de comprar -o alquilar- un nuevo local y que quiere ampliar su negocio. Tendrá más o menos mi edad, aunque parece mucho mayor. Un año de su vida equivale a tres o cuatro (o diez) años de nuestras vidas, pero no sé muy bien cuáles han sido sus circunstancias. Hay cosas de las que no habla, aunque de otras cosas le encanta hablar (de fútbol, por ejemplo). Tiene un hijo que a veces trabaja de camarero con él. Tiene una mujer que también veo a veces detrás de la barra. El resto del tiempo suele estar solo. Como es natural, este año no se va a ir a ningún sitio de vacaciones. Ha invertido demasiado dinero en el local y tiene que sacarlo adelante. Tal vez su hijo quiera irse de vacaciones, y se irá si consigue reunir el dinero, sólo así. Él no se irá, por supuesto. Y tampoco su mujer.

Este hombre representa un modelo humano que ya hemos olvidado. Durante generaciones, las familias sabían que tenían que sacrificarse para que sus hijos tuvieran una vida un poco mejor que la suya. No existían las ideas descabelladas sobre la felicidad o el bienestar, ni mucho menos la riqueza. Incluso el descanso era un concepto disparatado. Un campesino sabía muy bien que el descanso significaba la ruina o la ociosidad, madre de todas las desgracias. Así que procuraba no malgastar el tiempo con esas ilusiones peligrosas. Si soñaba, soñaba con mejorar de vida, con tener una mejor educación, un mejor trabajo, y a ser posible con ser dueño de una parcela y no tener que depender de nadie. Una casa, una escuela, un hospital, un granero lleno: la gente no pedía más.

Este inmigrante vive en un mundo en el que las cosas son así. No sé si tendrá suerte, porque la situación económica no es buena. Pero él tiene una ventaja, y es que está acostumbrado a aguantar. Cualquiera de nosotros se vendría abajo si le dijeran que no tendrá vacaciones. Él ni siquiera se plantea tenerlas. Coge la bayeta y limpia la mesa, abre otra sombrilla, coloca otra silla. Y cuando me saluda desde lejos, sonriendo, le deseo en silencio buena suerte.

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