De poco un todo

Enrique García-Máiquez

¡Garzón, vuelve!

AL Principito, no a don Felipe, aunque así lo llamaba Letizia cuando ella no sospechaba que le quedaban dos telediarios, sino al auténtico, quiero decir, al de Saint-Exupéry, le dijeron una frase que explica muchas cosas, por ejemplo el inicio de este artículo. La frase es: “Cuando se quiere ser ingenioso, sucede que se miente un poco”. O se exagera, o se distorsiona, o se alambica, ustedes ya me entienden. Hay quienes piensan, muy serios, que lo malo es el ingenio, y nunca jamás; lo malo son esas pequeñas mentiras o distorsiones que requiere a veces.

Otras, sin embargo, se puede ser ingenioso sin distorsionar nada, porque lo distorsionado es la realidad. Incluso yo pensé que estaba exagerando un poco cuando escribí que Garzón quería ser Arias Navarro informando a los españoles que Franco ha muerto. Pero, para mi propia sorpresa, no exageraba un ápice. Una vez certificada la defunción de marras, el famoso juez hace mutis por el foro y se va, por fin, tranquilo.

Lo malo es cómo me deja. A mi columna sobre el particular yo la tenía en alta estima y, de golpe y porrazo, Garzón, archivando el asunto, la ha convertido en polvo. Dentro de tres o cuatro años, cuando publique una antología de estos artículos, ¿quién se acordará de un juez que montó un lío con el acta de defunción de un lejano general? Podría reconvertir mi artículo, eso sí, en una pieza de realismo mágico, en plan Cien años de soledad, con calores tropicales, abuelos tremebundos y niñas voladoras. El problema es que ya tengo yo bastante premio nobel colombiano con la paronomasia de los apellidos como para plantearme más paralelismos.

Será más sensato resignarme a que casi todos los artículos son flor —en el mejor de los casos— de un día, y que llevan impresa en la fecha de su publicación la fecha de caducidad. Sobre este asunto, escribió cientos de veces César González Ruano. Imaginaba el maestro que la hoja del periódico de su artículo envolvería a la mañana siguiente un pescado. Él mismo acabó, quizá por la insistencia, con cara y ojos de lubina recién extraída, dicho sea con todos los respetos. Ahora, con las bolsas de plástico, no nos queda ni siquiera el consuelo de un bullicioso más allá en la plaza del mercado.

Estas páginas serán recicladas de forma políticamente correcta. Y acabarán, por el imperio de la ley de probabilidades, formando parte de cualquier best-seller. Allí purgaré mis pecados. A no ser que el destino se complazca en una cabriola (o cabronada) irónica y me mande a una página exuberante de García Márquez. ¿Cabría mayor crueldad?

La única solución posible es que Garzón vuelva, e investigue a fondo si es verdad que Franco falleció de todas todas. Que lo investigue cinco o seis años más, por lo menos. Así podría publicar aquel artículo mío sobre el particular sin que los lectores del mañana piensen, cuando lo lean, que lo escribí un martes de Carnaval.

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