La hache intercalada

Pilar Paz Pasamar

Formas de escribir

Es frecuente oir, por ejemplo, aquello de: ¿Cómo pudieron vivir en su tiempo sin ordenadores o sin móviles? Los usuarios que lanzásemos aquella interrogación estaríamos repitiendo lo mismo que los que utilizaron la Underwood , en pleno rendimiento durante la década de los cincuenta, respecto a los que estrenaban línea telefónica a primeros del siglo pasado. Me detengo en la primera de las dos etapas citadas para evocar, sin falsas melancolías, las maneras que adoptaron algunos maestros de las letras a los que por suerte conocí en tiempos de los comienzos en las letras. De Juan Ramón Jiménez, en la lejanía de Puerto Rico, se sabía que siempre escribió con lápices y que estos se mantenían con la punta afilada por todos los rincones de la casa y a disposición del poeta en todo momento,gracias a la eficiencia y el gobierno de su mujer, Zenobia Camprubí, luchadora incansable. Vicente Aleixandre, en su madrileño y concurrido chalet de Welligtonia se dejaba asistir por dos sombras solícitas. Permanecía echado en el sofá por razón fraterna y patología renal. Siempre sospeché que aquellas personas cuidadoras suplirían con sus espaldas y en momentos difíciles por la postura, las veces de atriles para que el escritor estampara mas fácilmente sus estrofas. El periodista Cesar González Ruano solamente escribía sobre una de las mesas de mármol de cierta cafetería del Paseo de Recoletos- no el tan cacareado Gijón- y a través de las cristaleras se dejaba ver relacionado y con fidelidad absoluta a una sola circunferencia marmórea, varios cafés, cuartillas y volutas de humo de cigarrillo americano. Fui testigo de la manera pulcra y ordenada con que José María Pemán componía sus temas sobre el tapete de una mesa camilla al que adosaba un calefactor eléctrico, fuera de su biblioteca y aquel día, cercana ya su ausencia, en que me mostró unas letrillas de carnaval a las que ni la enfermedad ni el temblor de los pulsos desfiguraban y que acababan así: "…a la tacita de plata/ se le derrama el café". Gerardo Diego, entre muchos, escribía por todas partes y en lo que tuviese a mano, ya fuese una agenda con el listado de las alumnas del Instituto donde trabajaba o en las teclas blancas del piano de cola en su casa de la calle Covarrubias, donde interpretaba con muy buen gusto rodeado de su mujer y nueve hijos. De él conservo el recuerdo de un consejo dicho en voz baja pero de forma categórica: " De lo demás, nada importa. Lo importante es dejar la obra bien hecha".

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