La cifra, difundida por Eurostat, sólo cuantifica el alcance de un fenómeno archiconocido: en España, el número de matrimonios, sean éstos religiosos o civiles, ha caído un 56% desde 1965. O dicho de otro modo, los jóvenes españoles no se casan o, al menos, lo hacen en cantidad mucho menor. Esos datos, que revelan un profundo cambio social, responden por supuesto a causas y motivos. Las unas, objetivas; los otros, etéreos, subjetivos y avivados por el menguante atractivo que produce la institución. Si nos detenemos en las primeras, hechos como la práctica imposibilidad de acceder a una vivienda digna o la injusta situación de un mercado laboral que, cuando les acoge, suele ser para ellos precario, temporal e infraremunerado, no ayudan a adoptar una decisión tan seria. Al tiempo, y quizá como reacción, la emancipación de nuestros jóvenes es cada vez más tardía: salir de sus familias les supone perder calidad de vida, renunciar a un bienestar que fuera consideran inalcanzable.

Con todo, más allá de los factores medibles, para mí tienen mayor importancia esos otros que, en su sutilidad, desaniman el propósito. Así, por ejemplo, la coexistencia del matrimonio con otras formas legítimas aunque menos rigurosas de estructurar la vida en común. Éstas favorecen que el casarse se perciba ahora como un compromiso distinto, evitable, concreto y duradero, para el que muchos dicen no sentirse con la necesaria capacidad. No es que falte amor, sino que se huye de un estatus exigente que, por otra parte, se constata demasiadas veces fracasado.

Nunca fue fácil, pero en estos tiempos las dificultades crecen: vivimos en un mundo inestable, diferente, mudable, en el que casi todo se aparenta provisional. Los viejos esquemas ya no sirven, las pautas y normas aprendidas en el hogar de origen han decaído frente a la evolución de roles y las nacientes fórmulas de relación. Cunde el miedo que abona la interinidad, el vivir el presente sin atarse explícitamente a un proyecto de largo recorrido.

En tales condiciones, lo dice hasta el papa Francisco, quienes hoy contraen matrimonio son unos valientes, dueños de una extraña osadía que les permite confiar en la fuerza perpetua del amor. Es el caso de Ana, mi ahijada, y de Luis: el próximo sábado pronunciarán un sí que, por infrecuente, arrojado y generoso, merece el mejor de los futuros. Ése que a ellos, y a cuantos se atreven, yo, esperanzada y amorosamente, les deseo.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios