Don Miguel Sibón

Para dar uno lo mejor de sí mismo, necesita espectadores que nos merezcan el mayor aprecio

Ha muerto don Miguel Sibón, que nos dio clases de gimnasia cuando pequeños. Yo me acuerdo de él vagamente, apenas dos anécdotas, aunque muy felices. Tan mal me acordaba que creía que se llamaba don Miguel Simón. Tampoco sabía que tenía diez hijos. Uno sí, que estuvo unos años en nuestra clase, hasta que a su padre lo destinaron fuera, y para el que ser hijo de un Miguel era marchamo de orgullo. Cómo le admirábamos al padre.

Fíjense que no he dicho que fuese "nuestro profesor de gimnasia" ni, mucho menos, "de Educación Física", sino que nos daba esas clases. Él era coronel y nos las daba, más bien, de épica. Mi colegio era sólo de chicos, lo que ahora se llama "de educación diferenciada", y don Miguel nos sacaba a correr a la calle -lo que ya era extraordinario- y hasta la valla del colegio de las chicas. La imagen que todavía me hacer reírme de nosotros, y cuánto, es que íbamos con un trote cochinero muy poco gallardo, pero, cuando pasábamos por delante del colegio de las niñas, nos poníamos a correr con una donosura que ni los de Carros de fuego con sus flequillos al viento por aquella playa estupenda. Éramos apenas preadolescentes, pero ya nos quedó claro que hay que buscarse, para dar uno lo mejor de sí mismo, espectadores que nos merezcan el mayor de los aprecios.

El segundo recuerdo eran las carreras de vuelta hasta nuestro colegio. Ahora caigo en que don Miguel tendría más interés que nadie en que llegásemos puntuales, no fuese a perderse él el espectáculo épico-cómico de vernos volar los 150 metros de la valla de las niñas. Un compañero de curso padecía del corazón y no podía correr. Don Miguel no lo dejaba en un rincón: se lo montaba a hombros para que viniese con nosotros. El alumno iba encantado, como es lógico. Pero no acababa ahí la cosa. Don Miguel le daba una vara de junco y el chico tenía permiso para ir dando juncazos al que se quedaba atrás. Cualquiera hace algo así hoy, pero nuestro compañero se mondaba de risa y nosotros de los nervios y de verle reír. Yo, naturalmente, era de los últimos y me llevaba algún varazo, pero no hacíamos mala sangre ni con el compañero ni con don Miguel, cómo íbamos a hacerla si en vez de Educación Física nos daba una aventura de amor y riesgo, belleza y velocidad en el espacio de una hora.

Entramos en la adolescencia a toda velocidad, muertos de risa, presumidos y felices. Don Miguel habrá entrado así en el Cielo.

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