Llevaría demasiado tiempo y espacio explicar -como se merece- los motivos que le empujaron a ser narrador. Tendríamos que regresar a una infancia solitaria y alejada de sus padres: lo enviaron a los siete años a la ciudad; tendríamos que navegar por la turbulentas aguas de la juventud, esas compañías no aconsejables, el descubrimiento de la sexualidad y demás componendas hormonales; tendríamos que evocar su paso por la Universidad, aquella novia de lecturas comprometidas y aquella revista financiada que no dejó de ser una fuente inagotable de conflictos. Y, sobre todo, tendríamos que resucitar aquella noche primaveral en la que asistió a un recital poético tan absurdo como horrendo, chispa que encendió la mecha.
Aunque por coherencia con esta historia, por respeto a la información que debe recibir el lector, tal vez sea necesario regresar a aquella noche primaveral, chispa -como decía- que prendió la mecha.
El narrador decidió ser escritor el -mismo- día que le dijeron la nota de la Selectividad -cinco con seis, tampoco era como para celebrarlo con champán-. Aprobar el acceso a la Universidad no fue lo que le influyó para tomar esta decisión, sino un recital poético al que acudió por la tarde, con algunos compañeros de clase.
El narrador y sus amigos no fueron al recital por ser unos amantes de la poesía, sino por el tema: Velada de Poesía Erótica, anunciaban los carteles. A esas edades, ese tema interesa, en cualquiera de sus formatos. Creía el narrador que iba a escuchar, en verso, historias similares a las que se montaba en la cabeza cada mañana antes de manchar las sábanas que componían el techo y las paredes de su particular tienda de campaña.
-Yo creo que hay un premio de poesía erótica que se llama La sonrisa vertical- dijo un amigo del narrador.
-A mí me parece que es de novela- alguien rectificó.
-Claro, la Lulú ésa- apostilló el anterior.
-Ya me acuerdo.
-El que lo gane tiene que estar muy salido- dijo otro amigo.
-Yo daría muy buenas ideas, podría ser un guionista cojonudo, pero cojonudo- dijo otro amigo.
-A mí me gustaría ser el muso- dijo el narrador y todos rieron.
Bajo una luz difusa y tenue, de teatro que no paga los recibos de la electricidad, apareció entre dos toneles de vino una poeta desaliñada, con aspecto de tísica viciosa, blanca y ojerosa, que, tras dedicar una mirada tenebrista a los asistentes, dijo: "Voy a recitar un poema titulado La virgen en la cárcel". El narrador se frotó las manos, "seguro que la violan todos los presos", pensó. La poeta pálida y flaca comenzó a gritar:
"Noche de gallos en la cárcel de Leganés,
dos presos en el bis a bis,
esperan un minuto entre
sirenas y gatos. La virgen
llega cada noche, con corona
de espinas y labios de celofán.
Por la ventana se escucha un
gitano que canta a la Luna ...".
El poema arrancó el aplauso de entendidos con perilla y dedos amarillos -de liar porros-, de los familiares, de dos hermanos mellizos con aspecto de misioneros en el Sudeste de la Patagonia, y de los otros poetas que se preparaban para su posterior intervención.
-Vaya tela.
-Menuda porquería.
-Sin comentarios.
-Patético.
-¿Eso es poesía? Eso lo hago yo con los huevos, escribo mil como esos todos los días-, dijo el narrador, puede que animado por las avinagradas críticas de sus amigos, y encendió un cigarrillo.
Dicho y hecho: comenzó a escribir.
Como si alguien le dictara desde el más allá -el súmmum del narrador omnisciente que tanto se cita en los talleres de escritura-, rebosante de ideas y de palabras -tal vez alumbrado por eso que llaman inspiración-, el narrador escribió y terminó su primera -y única- novela en dieciocho efervescentes días -casi nada- de pulsión, locura, velocidad y voracidad. Tituló la novela como La demencia del diablo, un folletín seudohistórico, con algunos toques románticos, cuando no de un gótico blandengue y estereotipado, en el que mezclaba descaradamente Entrevista con el vampiro con El nombre de la rosa y El Club Dumas, los tres libros que había leído hasta la fecha. Es justo señalar que comenzó otros libros, de Joyce, de Kafka, de Roth, de Auster o de Wolfe, pero que leer, de principio a fin, sólo los tres anteriormente citados.
-Escribo mejor, pero mucho mejor, que el Reverte ese, por mucha fama que tenga, y que la Anne Rice, mejor ni hablar… estoy en otro nivel- se decía en voz alta tras repasar lo escrito el día anterior.
Una vez concluida la redacción de La demencia del diablo ideó el narrador una estrategia a seguir: primero enviar la novela a las editoriales más sólidas y conocidas y a los premios de mayor renombre -y con dotación entre seiscientos mil y treinta mil euros actuales-, y luego ir bajando -poco a poco-, si las circunstancias lo exigían, en el caso -casi improbable- de no ser premiado o editado con anterioridad. Por si acaso, grabó el narrador en video la entrega del Planeta y del Nadal, que pasan por La Dos, "seguro que hora dicen mi nombre", se dijo y no acertó.
-¿Quién coño es ése tío?- se preguntó el narrador mientras Muñoz Molina recogía el premio.
La demencia del diablo, tras doscientos rechazos -algunos de ellos enmarcados por el silencio más ignorante-, acabó ganando el premio organizado por un pueblecito de Sevilla. Veinticinco mil pesetas y la publicación de la obra -por el servicio de publicaciones del Ayuntamiento-. Eso sí, una edición muy cuidada, con ilustraciones del artista local, porque siempre hay un artista local, primo segundo, por parte de madre, del Concejal de Fiestas y Festejos.
El jurado hubo de escoger entre cuatro originales. Toda una avalancha que en la Oficina de Correos pudieron contener gracias a su eficacia y profesionalidad. Dos de los manuscritos ni los tuvieron en cuenta, repletos de tachones y faltas, de las graves -y hasta con manchas de procedencia desconocida.
-Para mí que esto es chorizo.
-Por el olor, puede que salmorejo.
-Pero con mucho ajo.
-Evidentemente.
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