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Su propio afán

enrique / garcía-máiquez

Derecho de despojo

SER autónomo, comerciante o emprendedor en la Edad Media también era muy duro. Como si de la España autonómica se tratase, el tráfico de mercancías estaba sometido a una tupida red de normativas locales heterogéneas, impuestos de paso y paralizaciones. Existía, además, una figura jurídica muy curiosa: el derecho de despojo, esto es, que el señor de las tierras que cruzaba el comerciante adquiría la propiedad de todo bien que se le cayese a éste, ya fuese en tierra o al mar. Los naufragios resultaban especialmente lucrativos.

Lo cual propició que algunos señores feudales (muy poco señores) pusiesen en sus costas faros falsos con oscuras intenciones: tratando de facilitar los hundimientos. O que llenasen de socavones los caminos que cruzaban sus campos para conseguir la caída de las cargas de los carros. Se disimulaban, incluso, los boquetes, como trampas. Se cuenta de un noble (poco noble) de la Bretaña que explicaba a su hijo que la piedra preciosa más opulenta de su patrimonio era el arrecife de su costa, que tantos hundimientos proporcionaba.

Tampoco el derecho de despojo ha desaparecido del todo de nuestra actualidad política. Ya son muchos los que se preguntan quién se apoderará del patrimonio electoral de un PP que zozobra en una tormenta más interior que real, más que nada provocada, en círculo vicioso, por el miedo al naufragio que le han provocado los buenos resultados que las encuestas pronostican a Ciudadanos.

Esta ley del despojo invita, como en la Edad Media, a que se planten faros falsos y luces cegadoras y trampas en el camino. Por el derecho al despojo, al trampantojo. Como en la Edad Media, el político tiene la tentación de no moverse para no pagar tantos peajes; y tiene la obligación de hacerlo con mucha prudencia, y siempre para ganar la posición desde la que beneficiarse. Las encuestas, los focos de las televisiones y la precipitación de Twitter hacen, a menudo, que los líderes se dejan un puñado de votos a cada salto o sobresalto.

Por ejemplo, Kichi y su repulsa al Descubrimiento: molesta a los que vemos ahí una de las grandes gestas de la Historia, por supuesto; pero también a los ciudadanos que esperan que se deje de siglos de Oro y arregle la Plaza de Sevilla y, por último, a los que no parece bien que los asesores que paga el Ayuntamiento trabajen -como trabajan- en la lucha política declarativa de José María González. Será mucho despojo.

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