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La tribuna

Jose Manuel Aguilar Cuenca

Dar miedo al miedo

EN Austria no pasa nada. Es un país que no ocupa los espacios de radio, no suele salir en los telediarios ni protagoniza las cabeceras de la prensa. Sin embargo, como en esta misma semana ha ocurrido con el asunto de Josef Fritzl, el padre que supuestamente mantuvo secuestrada y sometida a agresión sexual a su hija durante más de dos décadas -entre otras tropelías innombrables-, de vez en vez se hace merecedor de una de las salas del museo del horror humano.

Como Austria, otros países, faros de la cultura occidental, reservorio de libertades y derechos, economías a pleno rendimiento, se están convirtiendo en sociedades que dan cuna a episodios de extrema maldad humana. ¿Qué está ocurriendo en estas sociedades? La capacidad humana para el asombro, la exploración y la creatividad es enorme, pero también lo es para el ocultamiento, el disimulo, la mentira y la racionalización de la conducta más aberrante.

En una sociedad en la que hemos convertido el dolor en espectáculo y la destrucción en algo cotidiano que contemplamos mientras terminamos el postre, resulta del todo hipócrita que ahora nos rasguemos las vestiduras con lo que ocurre, aunque al menos eso a algunos les dé esperanzas de que no todo está perdido.

La base del lamento es que los ciudadanos piensan que el mal está escrito en la frente de aquel que lo comete, como el estigma bíblico. Lo primero que podemos reflexionar es que esa marca podríamos considerarla tanto como intento de advertir a los demás del peligro que conlleva su portador como distinción del poseedor que, ufano y dispuesto, ve cómo el resto se aparta a su paso. La segunda reflexión es que lo ocurrido nos demuestra que un monstruo no se diferencia en nada de nuestro vecino. Es más, querrá aparentar ser tan absolutamente normal que buscará invisibilizarse, adoptando todas aquellas conductas que sean consideradas aceptables. Esa es, a fin de cuentas, un arma excelente para agazaparse y esperar que pase su víctima.

Otra cuestión es el sistema en donde se inscribe. La familia aquí es un todo que ampara el delito. Gracias a esa fachada de normalidad puede perdurar durante tanto tiempo. Desconozco si la esposa del autor conocía o no el delito. Se me hace difícil aceptar semejante torpeza, pero no es sobre eso sobre lo que quiero reflexionar aquí. Las conductas humanas se inscriben en un todo, en la familia, en un barrio y país, en donde se llevan a cabo. Nuestras sociedades son cada vez más reuniones de gentes que funcionan como átomos con campo magnético propio. Invisible pero impenetrable. Esto nos aporta mucha libertad, pero también permite que el vecino haga y deshaga en su baño, o se muera contemplando la televisión, y permanezca en el sillón durante meses sin que nadie le eche en falta.

Esto no ha ocurrido siempre. Antiguamente se cometían muchos delitos al amparo de la intimidad del hogar, pero hoy en día se llevan a cabo al amparo de nuestra alienación como individuos en sociedades hiperconectadas. No conocemos al vecino, del mismo modo que no conocemos a nuestro cartero. Nos jactamos de que podemos hablar al otro lado del mundo con cualquiera, enviarle un escrito o imagen, pero somos incapaces de elegir un regalo para nuestros seres queridos. No sabemos qué les gustaría.

Las aberraciones como Fritzl van a seguir habitando este planeta, del mismo modo que van a seguir haciendo tambalearse nuestras creencias, poniendo en solfa nuestra supuesta superioridad moral sobre el resto de las criaturas. Y aún no ha acabado la historia. Estoy absolutamente seguro de que los próximos días nos depararán descubrimientos sorprendentes. La depredación humana está incardinada en nuestra herencia genética, por más que la vistamos y perfumemos. Sus actos deben ser analizados desde el punto de vista del que considera a los demás por lo útiles que le son, sin plantearse sus emociones, su futuro o libertad. Estos sujetos no dan valor a la vida del otro porque no lo ven como un igual. Los considerarán o no del mismo modo que yo valoro la silla sobre la que me siento: en función de si me sirve y en el momento en el que me sirva.

Si queremos estar seguros del otro nos tenemos que quitar el miedo a conocerle. Debemos dar el paso y saber con quién estamos tratando, del mismo modo que nuestros padres conocían a sus vecinos, entraban a sus casas y, con confianza, dejaban despreocupadamente que sus hijos fueran a jugar allí. Esto no es garantía de nada, como bien saben ahora los vecinos del electricista austriaco, pero al menos nos puede dar una oportunidad para confiar en la mucha gente que nos rodea y se merece nuestra atención.

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