LA fusión entre Javier Clemente y la Federación de Fútbol de Irán está a punto de explotar. Si Bush y su equipo de mentiras arriesgadas no demuestran lo contrario, no se ha tratado de una fusión nuclear cuya explosión pudiera generar una hecatombe mundial. Entre Irán y Clemente no ha habido química. Los persas querían que el seleccionador viviera en Teherán, pero el de Baracaldo ha dicho que no, que no cambia su ría por el río Atrak ni el bacalao por el chelo kabab, plato nacional iraní integrado por arroz y tiras de carne. Hubiera sido exótico ver a Clemente lidiar con los iraníes.

Hace ya bastantes años que los países árabes y asiáticos tratan de hacerse respetar en el mundo del fútbol, como ya lo están consiguiendo los africanos, y echan mano de seleccionadores de prestigio, brasileños o europeos, para ir sentando las bases de un futuro más prometedor. Y en ese perfil encajaba Javier Clemente, un entrenador de una pieza con el que no hay término medio -o se está con él o no se le puede ver- y que alterna en su currículum los grandes éxitos, como aquellas dos ligas ganadas por sus leones, con decepciones como aquella final de la Uefa, entonces a doble vuelta, que su Español tiró frente al Bayer Leverkussen tras ganar en el antiguo Sarriá por tres a cero. Es, ciertamente, un entrenador raro, que debe saber muchísimo de fútbol, de hecho es profesor de la escuela de entrenadores, pero que sobre el campo demuestra ser amante del resultado antes que del juego.

Hay quien apuntaba hace unas semanas que Clemente podría regresar a la selección española para ser el sustituto de Aragonés, aunque quienes están impulsando la destitución del de Hortaleza le están preparando el camino a Del Bosque, y por tanto a Raúl, y se llevarían un chasco si el vasco volviera a coger las riendas de un equipo que, bajo su mando, perdió sólo los partidos claves. Clemente, si nada lo remedia, seguirá en el paro y viendo los toros desde la barrera. Hubiera sido un gran ayatolá.