Antonio Calderón resaltaba en la rueda de prensa tras el encuentro del pasado domingo "la importancia psicológica del triunfo", que mantenía una buena racha en la que se habían logrado catorce de los últimos veintiún puntos en juego.

Tras el accidente sufrido en Gijón, con un arbitraje deslucido y negativo para los intereses cadistas, ya comenté en este espacio la necesidad de una labor terapéutica por parte del técnico, sobre todo a nivel anímico.

Calderón, en una indudable línea ascendente, ha sabido granjearse en estas últimas semanas la confianza de junta directiva, afición y, lo que es más importante, de la propia plantilla. Su trabajo está sorprendiendo a propios y extraños, aliviando a fieles (entre los que me incluyo) e incluso obteniendo conversos.

Es más, parece que él mismo ha solventado unas dudas iniciales en las que puso en liza planteamientos o jugadores poco apropiados para las especiales circunstancias del equipo; esto es, con el agua al cuello después de semanas de locura colectiva que sólo conducían a despeñarse sin remedio y, puestos a ser pesimistas, a celebrar el centenario de la entidad jugando en El Complejo.

Superado todo esto, la pregunta que le inquieta y asalta al común de los hinchas es: ¿Hasta qué punto puedo ilusionarme? Por mucho que estemos atravesando una época dada a los sueños y a los buenos deseos como es la Navidad, es necesario mantener los pies en la tierra y pensar, más allá de los seis puntos que nos separan del tercer clasificado, la cantidad de equipos que debemos adelantar. A buen seguro que algunos no aguantarán en el pelotón delantero la dureza de un campeonato exigente y largo como el de Segunda, si bien otros sí que irán a más. En dos o tres jornadas, ya sabremos qué nos han traído los reyes...