HE seguido con interés las noticias relativas al colapso del transporte interurbano en Barcelona. La crisis, si no le ha costado aún el cargo a la ministra del ramo, sí que ha lastrado seriamente su futuro político. Lo que me ha causado cierta sorpresa y no poca envidia: lo primero, porque no es frecuente que las tribulaciones ciudadanas tengan efectos políticos inmediatos; y lo otro, porque quiero suponer que, si los políticos han tenido que apechugar con su parte de culpa, es porque la ciudadanía catalana ha sido capaz de hacer oír su voz; cosa que ni por asomo ocurre en estas latitudes.

Me explico: desde hace doce años soy usuario habitual de los autobuses interurbanos de la Bahía de Cádiz. Al contacto diario con los usuarios de este servicio debo no pocos de los asuntos y sentires que he trasladado a esta columna: sus quejas, sus protestas, sus actitudes han sido para mí un indicador bastante fiable del estado de ánimo colectivo, sobre el que lo mismo pesan las vicisitudes sociales y económicas que los cambios del tiempoý También he compartido con ellos algunos malos ratos: desde una infinidad de atascos, espontáneos o inducidos, a los estallidos de indignación cuando un conductor con prisas decidía saltarse una parada, dejando en la estacada a varias decenas de personas.

El servicio, lejos de haber mejorado en estos años, no ha hecho sino empeorar. En los últimos meses, las obras del Puente de Carranza y los cortes de carretera aparejados al conflicto de Delphi fueron la coartada perfecta para justificar las deficiencias. Restablecida la situación, hemos podido comprobar cómo la compañía ha sido incapaz de cumplir los compromisos contraídos con los usuarios: el de que hubiera un autobús cada quince minutos entre Cádiz y Puerto Real, por ejemplo, es papel mojado desde prácticamente el primer día en que entró en vigor. El martes pasado, sin ir más lejos, los más madrugadores pudimos ver cómo el autobús de las siete y cuarto no llegaba, y cómo el siguiente, no sé si completo o simplemente con prisas, se saltaba nuestra parada y nos dejaba en tierra.

No es difícil señalar a los culpables de tanto despropósito: la compañía, que gestiona el servicio en régimen de semimonopolio, sin competencia, desde tiempo inmemorial; los conductores, que a veces hacen repercutir sus descontentos laborales sobre los viajeros; los gobernantes, incapaces de tomar cartas en el asunto; y la ciudadanía, que ni protesta ni reclama responsabilidades.

Por eso me ha alegrado saber que problemas similares en otras regiones han puesto en peligro alguna que otra carrera política. Aquí no parece que eso vaya a ocurrir. La mala gestión de los servicios públicos engendra subdesarrollo, y el subdesarrollo induce a la pasividad y el conformismo. Se nos va la fuerza por la boca. Y no por el voto, como tendría que ser.

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