Algunas veces, pocas, fui al encuentro de mi padre cuando salía de trabajar de los astilleros, y lo buscaba entre la riada humana que abandonaba la factoría y encaraba el ya derribado puente de San Severiano. Otras veces, pocas también, tuve la suerte de subir a la luminosa sala en la que trabajaban los delineantes y allí me quedaba embobado contemplando esos grandes planos atravesados por trazos para mí inconexos y que, sin embargo, escondían el esqueleto de un futuro barco. En tiempos de bonanza, cuando los encargos internacionales no faltaban pese a que España era una dictadura, las horas extras aliviaban aquellos hogares sostenidos por un solo sueldo. Los mismos que después se tambalearon por reconversiones sin alma ni corazón que adelgazaron factorías y dejaron los astilleros pendientes para siempre de ese finísimo y débil hilo de los contratos con quien haga falta.

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